Rosa Luxemburg, la flor más roja del socialismo

   

Texto para acompañar el debate con Atilio Borón sobre el libro de Rosa Luxemburg “¿Reforma social o revolución?”, martes 24/5, 19 hs, Cátedra Che Guevara - Universidad de los Trabajadores-IMPA.


La revolución es magnífica… Todo lo demás es un disparate
Carta de Rosa Luxemburg a Emmanuel y Matilde Wurm

(18 de julio de 1906)

El socialismo no es, precisamente, un problema de cuchillo y tenedor,
sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo
Carta de Rosa Luxemburg a Franz Mehring

(febrero de 1916)

¿Por qué nos reencontramos con ella justo hoy?

Vivimos tiempos de crisis, rupturas, quiebres, reacomodamientos. Lo que parecía estable y eterno, tiembla, se resquebraja, se degrada, zozobra. El Estado de bienestar, los derechos sociales, las instituciones económicas de posguerra, el sistema político-partidario tradicional, los “pactos sociales” entre las burocracias sindicales y las patronales. Todo se pone en cuestión. Nadie queda al margen. No hay espacio para el aislamiento. El mundo capitalista se unifica explosivamente. Crece en extensión y en profundidad.
El capitalismo, desde su mismo nacimiento, ha transitado por muchas crisis. Hasta ahora siempre las ha resuelto de la única manera posible, la que única que conoce: con genocidio, barbarie, guerras, matanzas, tortura, explotación y saqueos. Los costos de las recomposiciones capitalistas los han pagado invariablemente los trabajadores, las clases subalternas, los pueblos sometidos y todos los oprimidos de la historia. La violenta recomposición capitalista que en Europa y EEUU siguió a las rebeliones de los ’60 y a la crisis de los ’70 y en América Latina vino de la mano de las peores dictaduras militares de la historia que aplastaron la insurgencia armada con más de 100.000 desaparecidos, cientos de miles de prisioneros torturados y varios millones de exiliados, no es la excepción. Constituye tan sólo un pequeño eslabón en la cadena oxidada con que el capital nos viene oprimiendo desde hace ya demasiado tiempo.
La mundialización capitalista, como proceso histórico social, y el neoliberalismo, como su legitimación ideológica, son producto de ese avance sangriento del capital por sobre los trabajadores y su intento por disciplinar y someter a todos los sujetos potencialmente contestatarios a escala global. La profundización de la explotación, la marginación y la exclusión social no son “accidentes”, “errores” o “excesos” sino el alma viva de este sistema de dominación.
La propia izquierda, en sus diferentes vertientes, no ha quedado inmune a esas violentas transformaciones sociales ocurridas durante el último cuarto de siglo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe ideológico que lo acompañó han sido apenas la punta del iceberg de una serie de cambios de época mucho más profundos.
La crisis terminal del stalinismo, otrora reinante en los países del Este, no vino sola. La socialdemocracia de los principales países capitalistas occidentales navegó durante los últimos años entre la corrupción descarada y la adaptación al discurso y la práctica neoliberal. Mientras tanto, en la mayoría de los países del tercer mundo los proyectos nacional-populistas de posguerra terminaban siendo fagocitados por las reformas neoliberales, los ajustes permanentes, la reestructuración de la deuda externa y la agresividad militarista del imperialismo.
Ese panorama sombrío, signado por la contrarrevolución económica, política, cultural y militar que tiñó el ocaso del siglo XX ha comenzado a disiparse. No por arte de magia ni por “mandato ineluctable de la historia” sino por las luchas sociales, las rebeliones populares y las movilizaciones masivas. Hoy se respira otro aire. Vuelven a discutirse los grandes problemas acerca de las alternativas al capitalismo que habían quedado fuera de la agenda de la izquierda durante demasiados años. En Venezuela y en Cuba enfrentadas cara a cara con el imperialismo norteamericano; en las rebeliones populares que derrocan gobiernos títeres en Ecuador y Bolivia; en Brasil, Argentina y Uruguay ante las frustraciones crecientes por las promesas incumplidas de los gobiernos “progresistas”; pero también en el movimiento altermundista de las grandes capitales europeas.
No es casual, entonces, que en ese horizonte de rebeldía y esperanza reaparezca el interés por Rosa Luxemburg [1871-1919] en todos aquellos y aquellas que se sienten parte del abanico de la izquierda radical, anticapitalista y antiimperialista.
Cuando ya nadie se acuerda de los viejos pusilánimes de la socialdemocracia, de los jerarcas cínicos del stalinismo, ni de los grandes retóricos tramposos del nacional-populismo, el pensamiento de Rosa Luxemburg continúa generando polémicas teóricas y enamorando a las nuevas generaciones de militantes. Su espíritu insumiso y rebelde asoma la cabeza —cubierta por un elegante sombrero, por supuesto— en cada manifestación juvenil contra la mundialización de los mercados, las guerras imperialistas y la dominación capitalista de las grandes firmas multinacionales sobre todo el planeta.
Nadie que tenga sangre en las venas y un mínimo de independencia de criterio frente a los discursos del poder puede quedar indiferente frente a ella. Amada y admirada por las y los jóvenes más radicales y combativos de todas partes del mundo, Rosa sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y revolución. Esos dos fantasmas traviesos que “el nuevo orden mundial” no ha podido domesticar. Ni con tanques e invasiones militares ni con la dictadura de la TV. Actualmente, su memoria descoloca y desafía la triste mansedumbre que propagandizan los mediocres con poder.
El simple recuerdo de su figura provoca una incomodidad insoportable en aquellos que intentan emparchar y remendar los “excesos” del capitalismo… para que funcione mejor. Los que reciclan y maquillan las viejas utopías reaccionarias intentando “convencer” pacíficamente y con buenos modales al capital para que nos explote —un poquito— menos y a sus instituciones para que sean —un poquito— democráticas. Cuando los desinflados y arrepentidos de la revolución entonan antiguos cantos de sirena, disfrazados hoy con el ropaje de la “tercera vía” o el “capitalismo con rostro humano”, la herencia insepulta de Rosa resulta un antídoto formidable. Sus demoledoras críticas al reformismo —que ella estigmatizó sin piedad en Reforma o revolución y en La crisis de la socialdemocracia— no dejan títere con cabeza. Constituyen, seguramente, uno de los elementos más perdurables de sus reflexiones teóricas.
Volver a respirar el aire fresco de sus escritos permite admirar la inmensa estatura ética con que ella entendió, pregonó, militó y vivió la causa mundial del socialismo. Una ética incorruptible, que no se deja comprar ni poner precio alguno. Una ética que levanta su dedo acusador contra la corrupción mediante la cual el neoliberalismo del Tío Sam asfixió al mundo durante el último cuarto de siglo, acompañado por su obediente y servil sobrina, la socialdemocracia europea y latinoamericana.
Además de refutar y combatir apasionadamente al reformismo en todas sus vertientes, Rosa también fue una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un folleto sobre la naciente revolución rusa que ella escribió en prisión, durante 1918, hundió el escalpelo en los potenciales peligros que entrañaba cualquier tipo de tentación de separar el ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y socialista.
Ante el bochornoso derrumbe de la burocracia soviética —que dilapidó el inmenso océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el pueblo soviético, tanto en asalto al cielo de 1917 y en la guerra civil como en su heroica victoria sobre el nazismo— aquellas premonitorias advertencias de Rosa merecen ser repensadas seriamente.

Revolucionaria de cuerpo y alma

Su energía impetuosa y siempre en vilo aguijoneaba a los que
estaban cansados y abatidos, su audacia intrépida y su entrega hacían sonrojar
a los timoratos y a los miedosos. El espíritu atrevido, el corazón ardiente
y la firma voluntad de la «pequeña» Rosa eran el motor de la rebelión
Clara Zetkin

¡Qué difícil debe haber sido en su tiempo participar en política siendo mujer! Sin embargo, violentando la mediocridad patriarcalista de su época, Rosa Luxemburg se convirtió en una de las principales dirigentes y teóricas del socialismo… ¡a nivel mundial! No sólo combatió el machismo de la sociedad capitalista sino que también puso en duda las jerarquías y relaciones de poder —de género, de edad, de nacionalidad— que impregnaban y manchaban al socialismo europeo de aquellos años. Jamás aceptó caer en la trampa que le tendió la dirección del SPD (Partido Socialdemócrata Alemán) cuando le sugirió que se ocupe exclusivamente de los problemas de la mujer dejando “la gran política” en manos de la vieja jerarquía parlamentaria. Así pensaban sacársela de encima. Ella no tragó el anzuelo.
Como lo relatan varias biografías y aquella memorable película de Margarethe von Trotta protagonizada por la hermosa actriz Barbara Sukowa que la representa, ya de muy joven Rosa se metió de lleno en el Partido Socialdemócrata Alemán. Corría con desventaja. Era judía y polaca (dos palabras malditas para la cultura alemana…). No sólo publicó artículos en la prensa del SPD y libros sino que fue una de las principales instructoras de las escuelas políticas del partido (principalmente en temas económicos).
A poco de transitar, entró en colisión con los principales ideólogos de esta organización: Eduard Bernstein [1850-1932], cabeza del “socialismo revisionista”, y más tarde Karl Johann Kautsky [1854-1938], líder del llamado “marxismo ortodoxo”. Con diversos argumentos, los dos se oponían a los cambios sociales radicales y revolucionarios. Al igual que Lenin, Rosa polemiza con ambos. Primero chocará con Bernstein, en 1898, y luego con Kautsky, en 1910.
Pero ella no estuvo sola. Mientras polemizaba con los jefes de la burocracia parlamentaria del partido socialdemócrata alemán (SPD) y sus principales ideólogos, trababa estrecha amistad con Franz Mehring [1846-1919], el célebre biógrafo de Karl Marx. También con Karl Liebknecht [1871-1919] y Clara Zetkin [1857-1933], sus dos grandes compañeros de lucha.
Cuando en 1905 se produjo la primera revolución rusa, ella intentó extraer todas las consecuencias teóricas para el mundo occidental. ¿Qué relación hay entre los movimientos sociales contestatarios y las organizaciones políticas revolucionarias? Un debate que aún hoy, cuando se cumple un siglo de aquella revolución, sigue abierto y latente.
Más tarde, Rosa saludó la revolución bolchevique de 1917 de manera entusiasta. Allí veía realizado el gran sueño de liberación de los oprimidos. Pero su defensa de los bolcheviques no fue acrítica. Mientras apoyaba, polemizó con Lenin. Lo hizo antes y también después del triunfo revolucionario. Éste último, en febrero de 1922, llegó a decir de ella que “Suele suceder que las águilas vuelen más bajo que las gallinas, pero una gallina jamás puede remontar vuelo como un águila. Rosa Luxemburg se equivocó […] pero, a pesar de sus errores, fue —y para nosotros sigue siendo— un águila […] en el patio de atrás del movimiento obrero, entre los montones de estiércol, las gallinas tipo Paul Levi, Scheidemann y Kautsky cacarean en torno a los errores de la gran comunista. Cada uno hace lo que puede”.
La vida de Rosa no fue fácil. Estuvo varias veces —como mínimo en nueve ocasiones— en prisión. En una de las más extensas, la burguesía la mantuvo en cautiverio durante la guerra mundial hasta fines de 1918. Cuando salió, se puso a la cabeza de la Liga Espartaco, que luego se transformó en el naciente Partido Comunista Alemán (PCA).
Al dirigir el levantamiento de los trabajadores insurrectos, Rosa Luxemburg se ganó el odio de la derecha alemana. Pero no sólo de la derecha… también de los socialdemócratas, hasta pocos años antes, sus antiguos compañeros.
La vida de Rosa fue apasionante. Rompió con los moldes trillados. Nunca aceptó bajar la cabeza. Se rebeló y, confiando en su propia personalidad, entregó lo mejor de sus energías a la noble causa de la revolución mundial, la causa de la clase trabajadora, de los explotados y las oprimidas del mundo.

Viejos y nuevos reformismos, enfermedades seniles del socialismo

No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más
indigna que la frase «las polémicas teóricas son sólo para los académicos».
Rosa Luxemburg: Reforma o revolución

Desde que surgieron las protestas obreras contra la sociedad capitalista, dos corrientes convivieron en el seno del campo popular.
Una primera tendencia, conocida como “reformismo”, cree que el capitalismo se puede ir mejorando de a poco. Reforma tras reforma, los trabajadores podrían ir avanzando lentamente hacia una mejor sociedad. Esta última iría cambiando según un patrón lineal: la evolución, de lo peor a lo mejor, pasito a pasito sin jamás pegar un salto. En sus comienzos históricos esta tendencia sostenía que la evolución pacífica y gradual del capitalismo conduciría a una sociedad más racional, el socialismo. El tránsito entre el capitalismo y el socialismo debería realizarse paulatinamente.
Hoy en día esta ideología se ha ido modificando en forma notable. Entre el reformismo de ayer y el de hoy mucha agua ha corrido bajo el puente. La degradación política e ideológica de esta corriente —siempre presentada con nuevos ropajes y nuevas vestimentas— se ha multiplicado. Comparados con los actuales exponentes del reformismo, los más tímidos ideólogos del Partido Socialdemócrata Alemán de principios de siglo pasado parecerían unos jóvenes incendiarios y alocados en busca de adrenalina.
Actualmente, el reformismo ya no cree que al final de la marcha evolutiva y pacífica de la sociedad nos espera el socialismo. Sus partidarios se conforman tan sólo con lograr reformas —más o menos avanzadas— dentro mismo del orden capitalista. Pero la disminución de las expectativas de cambio y la profundización de su adaptación al statu quo corren parejas con su creciente malabarismo verbal. Toda la audacia y el arrojo que no aplican en su actividad y en sus análisis políticos, los reemplazan por una creciente pirotecnia discursiva. Como si una nueva jerga pudiera ocupar el espacio que deja vacío la ausencia de perspectiva política antisistémica. Y entonces, encubriendo las añejas cantinelas moderadas, aparecen en la palestra de los neorreformistas las “novedosas” propuestas de una “democracia radical” (Ernesto Laclau), una “democracia absoluta” (Toni Negri) o una “democracia participativa” (Heinz Dieterich). Siempre cuidándose de eludir o esquivar la cuestión del socialismo y la confrontación con el poder del capital. Por eso, hasta Bernstein hubiera parecido un “ultra” al lado de estos reconocidos teóricos.
La segunda tendencia, de carácter revolucionaria, realiza críticas radicales contra el capitalismo. A diferencia del reformismo, aspira a cambiar de raíz la sociedad para acabar no sólo con “los excesos” sino con la explotación y la dominación mismas. No hay otra vía que el socialismo. Tener en claro esa perspectiva, aunque no goce del aplauso de los suplementos culturales de los diarios “serios”, de la consagración de los monopolios editoriales o del beneplácito de las principales Academias, debe seguir siendo la estrella que guíe el cielo de las izquierdas radicales de nuestro tiempo.
Desde su primera juventud hasta su asesinato, Rosa Luxemburg fue precisamente una de las más brillantes representantes de esta segunda corriente y una aguda polémica de la primera. Todos sus escritos, sean de los temas que sean, sólo se pueden comprender a partir de esta perspectiva apasionadamente crítica del reformismo.

El marxismo revolucionario de Rosa,
la dialéctica y el problema del poder

En nuestra época, producto de varias derrotas populares, de las frustraciones de los experimentos del “socialismo real” y de la desbandada ideológica que los acompañó ha cobrado cierta notoriedad la peregrina idea de que los trabajadores y la gente de izquierda no deben aspirar a la toma del poder.
De la mano de varios pensadores posestructuralistas —Toni Negri es quizás el más famoso de todos ellos pero de ninguna manera el único— lo que sobrevuela es una visión política de tintes marcadamente reformistas. Una orientación encubierta que impregna dicho emprendimiento filosófico, pretendiendo labrar por decreto el entierro de la dialéctica, la defunción de todo sujeto revolucionario, el abandono de la lógica de las contradicciones explosivas y la cancelación de toda perspectiva de confrontación con el Estado por su carácter supuestamente “autoritario” o jacobino. Una vieja ilusión que sueña, “ingenuamente”, cambiar la sociedad… sin plantearse la revolución ni la toma del poder (John Holloway dixit). La verdad última de esta “novísima teoría” constituye desde nuestro punto de vista la legitimación metafísica de la impotencia política. El convertir la necesidad en virtud, la debilidad momentánea en un proyecto estratégico, un momento particular de la historia en una definición ontológica.
Esta legitimación ya no se hace en nuestros días apelando al lenguaje ingenuo de Juan B. Justo [fundador del Partido Socialista argentino a fines del siglo XIX, seguidor de E.Bernstein y J.Jaures, una de las cabezas de la socialdemocracia sudamericana a comienzos del siglo XX], o de cualquier otro socialista moderado de antaño. Se realiza a través de toda una nutrida serie de giros filosóficos, políticos, teóricos; que dan una y mil vueltas alrededor de la tradición marxista. El caso de Negri es muy expresivo en ese sentido .
Sin embargo, en el fondo, lo que está operando ahí es una vieja idea reformista según la cual no se puede concretar la revolución ni se puede luchar por el poder. Por eso, personas que provienen de la derecha de los medios de comunicación, o de sectores reaccionarios de la universidad, abrazan rápidamente esta literatura, sin mayores trámites. Quien no quiera ser desprevenido o “inocente” debería preguntarse por los motivos de tan súbita e inexplicable adopción.
Así, de este modo, se acusa a los revolucionarios que plantean la lucha estratégica por el poder, de “haberse quedado en el pasado”, de “estatalistas” (pensando que para los revolucionarios todo pasa, únicamente, por el Estado), de querer sustituir a la clase obrera, de “burocráticos”, “verticalistas”, “foquistas”, “partisanos”, “jacobinos”, “terroristas” y muchos otros adjetivos de idéntico tenor denigratorio…
El gran antecesor de esta literatura filosófica, que dialoga con el marxismo a condición de que éste abandone su perspectiva revolucionaria —en el terreno político— y se desprenda de una vez por todas de su metodología dialéctica —en la esfera filosófica— es precisamente un adversario de Rosa Luxemburg… Eduard Bernstein.
De todas las múltiples escuelas de pensamiento que arremetieron contra la lógica dialéctica, probablemente Eduard Bernstein haya sido quien más lejos vio las implicancias, no sólo teóricas o filosóficas, sino principalmente políticas que estaban presupuestas en la polémica sobre el vínculo de Hegel y Marx, entre la dialéctica y el marxismo.
Muchísimo antes que Toni Negri hiciera famosa la formulación, Bernstein había sostenido en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1899) que “con el sistema hegeliano culmina la evolución de la razón política del estado de policía iluminado en la edad de la Restauración”. Negri repite contra Hegel palabras casi textuales en su celebrado Imperio…
Quizás alguien que recién “se chocó”, de casualidad, con Negri en una librería o sus amigos le dijeron que hay que leerlo porque es “el último grito de la filosofía” o “descubrió” en algún diario de derecha que este pensador “superó al marxismo”, etc., etc., ni siquiera haya escuchado hablar de Bernstein…
¡Pero las críticas de Toni Negri a la noción de sujeto y su intento por extirpar del pensamiento marxista la dialéctica provienen de allí! ¡Son mucho más viejas de lo que se supone! Bernstein no había escuchado hablar de internet —él lo escribe en 1899, ni siquiera se había inventado la radio o la TV— y ya promovía el abandono de la dialéctica… Luego, el rechazo de la dialéctica que hace Negri nada tiene que ver con “la emergencia de Internet y las nuevas tecnologías” o alguna otra instancia de hipermodernidad, como se supone por allí. Responde a una lectura filosófica muchísimo más antigua que internet. Ni siquiera existían automóviles cuando se formuló…
Bernstein, quien no era ningún improvisado ni desprevenido, fue mucho más allá de la clásica crítica contra la dialéctica de Hegel que le atribuye conservadurismo prusiano. Con gran sagacidad este dirigente socialista alemán atribuía a la teoría de las contradicciones de lo que denominaba “la dialéctica radical hegeliana” la responsabilidad del “blanquismo” [corriente política de Auguste Blanqui], del “babuvismo” [corriente política de Graco Babeuf], del “voluntarismo”, de la concepción “conspirativa” y “demagógica” de “la revolución permanente”, del “terrorismo proletario” y de “la teoría que exalta el culto a la violencia en la historia”… En su pluma todas estas acusaciones, sin excepciones, iban dirigidas contra el marxismo revolucionario.
En un agregado (de 1920) a la segunda edición de su libro, Bernstein prolonga estas apreciaciones hasta incluir entre la “descendencia” política de la lógica dialéctica hegeliana también al bolchevismo (al cual se opuso como cabeza de los sectores más moderados y reformistas de la II Internacional).
Aunque gran parte de la obra de Bernstein hoy carece absolutamente de actualidad e interés para un lector contemporáneo, bien vale la pena releer sus críticas al método dialéctico (muy anteriores a las de Galvano Della Volpe o Luis Althusser, fuentes de las que se nutre Negri). Porque él, muy lúcidamente, vinculaba la dialéctica metodológica que Marx construye a partir de Hegel con esa concepción política que caracterizaba como “blanquista”, “terrorista”, “jacobina”… Mantenía por las posiciones radicales una antipatía y un desprecio que jamás disimuló.
Para Eduard Bernstein, lo “peligroso” del método dialéctico reside en que conduce directamente al socialismo revolucionario. No a una marxología, por nombrarla de algún modo, tímidamente académica e inofensiva, sino a un marxismo activista, praxiológico, radical y revolucionario, que enfoca toda su energía práctica y su pensamiento hacia la toma del poder.
Nietas de los añejos planteos de Bernstein, gran parte de las formulaciones contra la dialéctica y el marxismo revolucionario —definido como “jacobino”, “partisano”, “leninista” etc., etc., etc.— que se escuchan y se leen hoy en día también son hijas del eurocomunismo.
En una parte importante de Europa occidental, tras la derrota del 68 (a la que ellos contribuyeron, dando la espalda a toda rebelión que no controlaran), los antiguos partidos comunistas se van acercando paulatinamente a la socialdemocracia. La transición entre el viejo stalinismo y la socialdemocracia (el ex PC italiano —hoy Partido Democrático de Izquierda, PDS— es el gran emblema en este sentido), está dada por un período intermedio, que comienza en los ’70. Es la época —1974— cuando Enrico Berlinguer, secretario general del PC italiano, firma con la Democracia Cristiana un “compromiso histórico” para… no tomar el poder de Italia.
No casualmente, ésos son los años en los que cobran vuelo y se ponen de moda el posestructuralismo y el posmodernismo en el ámbito de la ideología. En política, la emergencia ideológica de estas corrientes acompañan el auge del eurocomunismo, signado por la renuncia a la lucha revolucionaria y a la toma del poder político. Todos los partidos eurocomunistas plantean algo que ya venía promoviendo, desde 1956, el PC de la URSS: “la transición pacífica al socialismo”. Aun cuestionando el liderazgo asfixiante del PC soviético, el eurocomunismo sigue fielmente su línea política. Cuestionan a quién lo dice pero no lo qué se dice. Se distancian del mensajero, pero se quedan con el mensaje.
¿La actual negativa a plantearse, siquiera como hipótesis u objetivo estratégico a largo plazo, la toma del poder político tiene su fuente en la experiencia del eurocomunismo? Creemos que sí, que entre uno y oro existen notables vasos comunicantes que tuvieron una fuerte repercusión en América Latina, particularmente durante el experimento chileno de la “vía pacífica al socialismo”.
Por ejemplo, cada 11 de septiembre, se cumple un nuevo aniversario de la derrota y asesinato en Chile de nuestro querido Salvador Allende. Un entrañable compañero que dio la vida por lo que pensaba. Un ejemplo para la juventud. Ahora bien, ¿la derrota del intento de realizar una “transición pacífica” al socialismo no nos deja ningún balance? ¿Se puede marchar hacia “otro mundo posible”, hacia una sociedad no capitalista, sin tomar el poder real de la sociedad, contentándose únicamente con determinados puestos en la administración del gobierno cuando no directamente algunas pocas localidades regionales? ¿La tragedia sangrienta de Chile, en 1973, no nos enseñó nada? ¿No deberíamos reflexionar acerca de ella?
Los capitalistas miran el mundo a nivel global (así operan…), pero prescriben para los anticapitalistas luchas fraccionadas, puntuales y microscópicas, sin ninguna coordinación orgánica ni articulación estratégica general…
Los empresarios y las firmas multinacionales manejan el poder político de los Estados, pero prescriben a los sectores anticapitalistas que se resignen a la IMPOTENCIA y no luchen por el poder político…
Rosa Luxemburg, en cambio, ubicaba en la toma del poder el problema central de la revolución y el núcleo estratégico de la transformación social. Gran parte de sus polémicas con el oportunismo, el parlamentarismo y el reformismo se comprenden a partir de ese énfasis indisimulado en la cuestión del poder. Desde ese ángulo, el pensamiento político de Rosa permite cortar amarras, tanto con el parlamentarismo institucionalista (que deposita toda sus energías en ganar dos o tres escaños en la maquinaria del Estado como si ésta fuera neutral) como con el anarquismo (y su derivado contemporáneo, el autonomismo, con su festejado rechazo de toda lucha política de alcance general) .
Nada mejor que recurrir a Rosa para rescatar la dimensión libertaria y rebelde del marxismo (que tan opacada estuvo durante el stalinismo) sin ceder al mismo tiempo a esa mezcla académica de jerga neoanarquista, ilusiones reformistas y fantasías encubiertamente liberales.
Si el socialismo autoritario, que de la mano del stalinismo tanto daño le causó a la revolución mundial, ya no convence a nadie ni enamora a ningún joven que tenga sangre en las venas, dicha mezcla académica seudoanarquista sí goza todavía de cierto “prestigio” y llegada en la juventud.
Las metafísicas “post”—que, dando barniz teórico al autonomismo, afloraron en Europa occidental después de la derrota de 1968— no hicieron más que girar y girar en torno a la pluralidad de relaciones cristalizadas y congeladas en su dispersión. Las enaltecieron en su carácter de singularidades irreductibles a toda convergencia política que las articule contra un enemigo común: la explotación generalizada, la subordinación (formal y real) y la dominación del capital. De esta manera, bajo la apariencia de haber superado por anticuada la teoría marxista de la lucha de clases en función de una supuestamente “radicalizada” teoría de la multiplicidad de puntos en fuga y una variedad de ángulos dispersos, lo único que se obtuvo como resultado palpable fue una nueva frustración política al no poder identificar un enemigo concreto contra el cual dirigir nuestros embates y nuestras luchas. Las metafísicas “post” elevaron a verdad universal, incluso con rango ontológico, la impotencia política de una época histórica determinada.
De esta manera, bajo el dialecto “pluralista” y pseudolibertario, se terminó recreando en términos políticos la añeja herencia liberal que situaba en el ámbito de lo singular la verdad última de lo real. De la mano de un argot neoanarquista meramente discursivo y puramente literario (que poco o nada tiene que ver con la combatividad de los heroicos compañeros obreros anarquistas que en Argentina, para dar un solo ejemplo, encabezaron las rebeliones clasistas de la Patagonia durante los años ’20 o en España durante los años ‘30) se termina relegitimando el antiguo credo liberal de rechazo a cualquier tipo de política global y de refugio en el ámbito aparentemente incontaminado de la esfera privada.
Con menos inocencia que en el siglo XVIII… ahora, este liberalismo filosófico redivivo —que se vale de la jerga libertaria únicamente como coartada legitimante para presentar en bandeja “de izquierda” viejos lugares ideológicos de la derecha— ya no lucha contra la nobleza ni contra la monarquía. Enfoca sus fusiles con el fin de neutralizar o prevenir toda tentación que apunte a conformar en el seno de los conflictos contemporáneos cualquier tipo de organización revolucionaria que exceda la mera lucha reivindicativa de guetto o el inofensivo poder local. Que muchos de los motivos ideológicos posestructuralistas, formalmente “neoanarquistas”, corresponden en realidad al liberalismo no constituye sólo nuestra opinión .
La gran diferencia entre la época y las polémicas en las que intervino Rosa contra el reformismo y los debates actuales entre marxismo revolucionario y posestructuralismo consiste en que en aquella época no se ponía en discusión la perspectiva del socialismo. Hoy en día sí. Antes había una divergencia en torno a los métodos, no a los fines. En nuestro presente lo que está en discusión es, primero que todo, si queremos y deseamos o no el socialismo. En segundo lugar, si para realizarlo hace falta o no una revolución, la toma del poder y un proyecto estratégico de alcance global, no meramente local o microscópico. En ambos planos la reflexión de Rosa es inequívoca. Únicamente con el socialismo se podrá construir un modo de vida y convivencia social más racional y humano. Para ello no hay otro camino que la toma revolucionaria del poder y la transformación permanente a escala global de la sociedad.
Rosa no albergaba ninguna ilusión en cambiar la sociedad eludiendo la cuestión de la toma del poder. Tampoco se puede ocultar a los ojos del pueblo trabajador la necesidad de responder a la violencia represiva del sistema —violencia de arriba— con la violencia popular —violencia de abajo—.
Sus análisis sobre el poder y la violencia en la historia jamás se limitaron a una cuestión meramente agitativa, consignista ni replegada en las mayores o menores oportunidades de una coyuntura. Sus análisis sobre la violencia y el poder no sólo forman parte medular de su estrategia política anticapitalista sino que también, y al mismo tiempo, constituyen un eje central de su lectura de la concepción materialista de la historia y su crítica de la economía política. No es casual ni caprichoso que Rosa haya profundizado en El Capital de Marx, despejando las lecturas brutalmente economicistas que se hicieron de esa obra, señalando en relación con la violencia que: “No se trata ya de la acumulación primitiva [originaria] sino de una continuación del proceso hasta hoy. […] Del mismo modo que la acumulación del capital, con su capacidad de expansión súbita, no puede aguardar el crecimiento natural de la población obrera ni conformarse con él, tampoco podrá aguardar la lenta descomposición natural de las formas no capitalistas y su tránsito a la economía y al mercado. El capital no tiene, para la cuestión, más solución que la violencia, que constituye un método constante de acumulación de capital en el proceso histórico, no sólo en su génesis, sino en todo tiempo, hasta el día de hoy” .
Su conclusión es taxativa. Frente a quienes leían —y siguen leyendo— la obra magna de Marx como un simple tratado “rojo” de economía, donde la violencia, el ejercicio de la fuerza material y las relaciones de poder quedaban recluidas únicamente en los albores iniciales de la producción capitalista —durante la llamada “acumulación originaria”—, Rosa destaca que la violencia continúa en las fases maduras del desarrollo del capital. No sólo continúa…, ¡se profundiza!. No hay pues acumulación de capital —su objeto de indagación— sin violencia. No existe “economía pura” sin poder. No habrá pues superación del capital sin que el pueblo apele a una respuesta contundente frente a ese poder y esa violencia.
Rosa nos aporta una imprescindible y aguda mirada de la sociedad contemporánea que supera ampliamente las distintas fases y sucesivos reciclajes del viejo sueño reformista de “cambiar la sociedad sin tomar el poder”. Tanto en el caso de Bernstein (de principios de siglo), en el de la doctrina soviética de la “coexistencia pacífica” (de los años ’50 y ’60) y en el del eurocomunismo (de los 70) como en el de la moda académica actual.

El método dialéctico y la totalidad

Rosa Luxemburg es la mente más genial entre los herederos científicos de Marx y Engels
Franz Mehring

A pesar de su exasperante reformismo Bernstein tenía, paradójicamente, razón. La estrategia política del marxismo revolucionario es inseparable de sus puntos de vista metodológicos. Toda la obra de Rosa —donde se articulan sus reflexiones sobre el poder y sus investigaciones sobre el método— sirve para corroborar esa tesis de Bernstein.
Ninguna categoría ha sido más repudiada, castigada y desechada en las últimas décadas que la de “totalidad”. Las vertientes más reaccionarias del posmodernismo francés y del pragmatismo norteamericano han asimilado cualquier visión totalizadora con la metafísica. A ésta última la igualaron, a su vez, con el pensamiento “fuerte”, de donde dedujeron que en ese tipo de racionalidad se encuentra implícita la apología del autoritarismo.
De este modo han intentado desechar los grandes relatos y narrativas de la historia, todo proyecto de emancipación, la categoría de “superación” (aufhebung) y cualquier visión totalizadora del mundo.
Ahora bien, esa categoría tan vilipendiada —la de totalidad— es central en el pensamiento dialéctico de Rosa y en su crítica de la economía capitalista. Ella consideraba que el modo de producción capitalista constituye una totalidad. Nunca se puede comprender si se fragmentan cualquiera de sus momentos internos (la producción, la distribución, el cambio o el consumo). El capitalismo los engloba a todos en una totalidad articulada, según un orden lógico que a su vez tiene una dinámica esencialmente histórica. Por eso, cuando intenta explicar en las escuelas del partido (el SPD) el problema de “¿Qué es la economía?” dedica buena parte de su exposición a desarrollar no sólo las definiciones de la economía contemporánea sino particularmente la historia de la disciplina.
Esa decisión no era arbitraria. Estaba motivada por la misma perspectiva metodológica que llevó a Marx a conjugar lo que él denominaba el “modo de exposición” con el “modo de investigación”, dos órdenes del discurso científico crítico que remitían al método lógico y al método histórico. Para el marxismo revolucionario que intenta descifrar críticamente las raíces fetichistas de la economía burguesa no hay simple enumeración de hechos —tal como aparecen a la conciencia inmediata en el mercado, según nos muestran las revistas y periódicos de economía— sin lógica. Pero a su vez no existe lógica sin historia.
La categoría que permite articular en el marxismo la lógica y la historia es la de totalidad, nexo central de la perspectiva metodológica que Rosa aprendió de Marx (como bien se encargó de destacar con detalles Lukács en Historia y conciencia de clase). No importa si sus correcciones a los esquemas de reproducción del capitalismo que Marx describió en el tomo II de El Capital son correctas o no. Lo importante es el método empleado en ese análisis. Rosa quizás pudo equivocarse en algunas conclusiones de La acumulación del capital pero no se equivocó en emplear el método dialéctico.
Toda la reflexión de Rosa gira metodológicamente en torno a este horizonte. Reactualizar hoy ese ángulo nos parece de vital importancia, sobre todo si tomamos en cuenta que en el último cuarto de siglo se ha intentado fracturar toda perspectiva de lucha contra el capitalismo en su conjunto en aras de los “micropoderes”, los “microenfrentamientos capilares” y el poder local, etc, etc. Sin cuestionar la totalidad del sistema capitalista, cualquier reclamo y cualquier crítica al sistema se vuelven impotentes y pasibles de neutralizados.

Impulso revolucionario y burocracia sindical:
los debates sobre la huelga de masas

Uno de los mayores equívocos que se han desplegado en torno a Rosa reside en su supuesto “espontaneísmo” y en la pretendida subestimación de la política que se encontraría en sus escritos. Particularmente en lo que atañe a los debates sobre la huelga de masas y la revolución rusa de 1905.
El debate sobre la huelga de masas se instala y comienza a circular en la literatura marxista de la II Internacional entre 1895 y 1896. Fue Parvus [Aleksandr Helfand] el primer publicista que encaró el tema de la huelga política vinculándolo a la discusión sobre el golpe de estado. Lo hace en una serie de artículos publicados en la revista teórica del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) a propósito de las amenazas golpistas de un general llamado V. Boguslawski. Más tarde, en 1902, se produce una huelga general política en Bélgica que demandaba sufragio universal e igualitario. Fracasó. La discusión sobre esta huelga constituyó la segunda etapa del debate sobre la huelga de masas. Participaron en él Emile Vandervelde, Franz Mehring y la misma Rosa. Hasta que sobrevino la primera revolución rusa contra el zar, que comenzó con la represión sangrienta del 22 de enero de 1905. Ese fue el disparador para el mayor aporte de Rosa a este debate, condensado en su obra Huelga de masas, partido y sindicatos, redactada en el exilio de Finlandia en agosto de 1906.
Adoptando como modelo de inspiración la naciente revolución rusa, Rosa interviene desde el comienzo poniendo en discusión la burocratización de los poderosos y al mismo tiempo impotentes sindicatos alemanes que le tenían auténtico pánico a la huelga general. Como en todo debate, no se entiende nada de las tesis de Rosa si se hace abstracción de con quien está discutiendo. El interlocutor de la polémica marca gran parte del terreno y la tonalidad de los argumentos en todo debate. Si no se sabe o directamente se desconoce el objeto de su polémica, entonces se puede construir una Rosa Luxemburg a gusto y piacere…, potable para cualquier cosa. Incluso para enfrentarla con el marxismo.
Pero ella era muy concreta, muy explícita, cuando señalaba que estaba polemizando contra: “los fantoches burocráticos que vigilan celosamente el destino de los sindicatos alemanes” .
Estos funcionarios de carrera, que hacía años habían abandonado la perspectiva de la revolución, temían más que a la muerte a la huelga de masas, pues les haría perder estabilidad en sus posiciones conquistadas en las negociaciones con las patronales y el Estado. Algo no muy distinto de lo que experimentó el sindicalismo burocrático europeo entre 1945 y comienzos del neoliberalismo y el latinoamericano desde mediados de los años ’30 hasta los primeros ’70. Porque convengamos que la supuesta “panacea” del Estado benefactor que todavía algunos añoran… garantizaba ciertas conquistas laborales a condición de mantener maniatada, neutralizada, institucionalizada y en última instancia reprimida la rebeldía colectiva y antisistémica de la fuerza colectiva de trabajo. Nunca como en la época del Estado de bienestar keynesiano se pudo observar la justeza de la fórmula gramsciana que define al Estado capitalista como la conjunción de la coerción y el consenso, la violencia y la hegemonía.
Pues bien, contra esa institucionalización y esa domesticación peleaba Rosa cuando defendía las virtudes políticas de la huelga de masas o huelga general política: “la huelga de masas, que fue combatida como opuesta a la actividad política del proletariado, aparece hoy como el arma más poderosa de la lucha por los derechos políticos” .
Contra quienes vociferaban que la huelga general destruiría los sindicatos, ella replicaba apelando al ejemplo empírico de la revolución rusa de 1905 argumentando que el movimiento sindical ruso es hijo de la revolución: “Del huracán y la tormenta, del fuego y de la hoguera de la huelga de masas y de la lucha callejera, surgen, como Venus de las olas, sindicatos frescos, jóvenes, poderosos, vigorosos” .
Falsamente se podría contraponer a Rosa contra Lenin, aún cuando entre ambos existieron matices diversos sobre este debate. Cuando Lenin en su famoso ¿Qué hacer? pone en discusión el culto a la espontaneidad y defiende la necesidad de superar la etapa económico-corporativa, defendiendo la conciencia socialista y la lucha ideológica, está discutiendo contra otro frente, totalmente distinto del de Rosa. En el caso de Lenin, la discusión del ¿Qué hacer? va por el camino de cuestionar la limitación economicista del movimiento socialista ruso, la limitación a tímidas reformas económicas y la restricción de toda perspectiva política a la coyuntura espontánea y artesanal del día a día. Sólo atendiendo concretamente a los interlocutores diversos contra quienes polemizaban Rosa y Lenin —ambos críticos del oportunismo y el reformismo— se puede comprender a fondo la perspectiva común que los unía, aun cuando, insistimos, no se pueden confundir ambos planteos revolucionarios en una identidad absoluta.
En ese sentido, no podemos olvidar que fue precisamente Lenin quien tomó abierto partido por Anton Pannekoek contra Karl Kautsky haciendo referencia al debate sobre la huelga de masas de 1912 . Entonces el máximo dirigente bolchevique señaló que: “Pannekoek se manifestó contra Kautsky como uno de los representantes de la tendencia «radical de izquierda» que contaba en sus filas a Rosa Luxemburg, a Carlos Rádek y a otros, y que defendiendo la táctica revolucionaria, tenía como elemento aglutinador la convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del «centro», el cual, vuelto de espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta apreciación era acertada vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la corriente del «centro» (erróneamente denominada marxista) o del «kautskismo» se reveló en toda su repugnante miseria. […] En esta controversia es Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky” . Una postura no muy distinta de la de Rosa… pues allí había cambiado el interlocutor de la polémica de Lenin. ¡Gravísimo, imperdonable y malintencionado error el de convertir el ¿Qué hacer? de Lenin en un manual pretendidamente anti-luxemburguista!
¿Cómo definía Rosa la huelga de masas? Como una conjugación de las luchas políticas y económicas, interpenetradas entre sí, no únicamente como una lucha meramente económica. Si se delimita estrictamente contra quien está discutiendo y se analiza en toda su complejidad su análisis de la huelga de masas como una huelga política se ve cuan lejos está de la realidad la contraposición dicotómica que se ha pretendido levantar entre la reflexión de Rosa y la de Lenin. Su razonamiento no va en contra de este último. De allí que Rosa afirmara lo siguiente: “Las huelgas políticas y las económicas, las huelgas de masas y las parciales, las huelgas de protesta y las de lucha, las huelgas generales de determinadas ramas de la industria y las huelgas generales en determinadas ciudades, las pacíficas luchas salariales y las masacres callejeras, las peleas en las barricadas; todas se entrecruzan, corren paralelas, se encuentran, se interpenetran y se superponen; es una cambiante marea de fenómenos en incesante movimiento. Y la ley que rige el movimiento de estos fenómenos es clara: no reside en la huelga de masas misma ni en sus detalles técnicos sino en las proposiciones políticas y sociales de las fuerzas de la revolución” . Rosa no subestimaba, pues, las instancias políticas en el desarrollo de la huelga de masas. Lo que ponía en discusión era la inercia del Partido Socialdemócrata Alemán y su burocracia sindical para encabezar la lucha. Al mismo tiempo, ella apelaba al espíritu revolucionario y a la iniciativa de las masas contra la pasividad del funcionariado partidario.
Aquellos debates en los que intervino Rosa no han quedado sepultados en el pasado ni le interesan únicamente a los historiadores del pensamiento socialista. Volver a pensar el nexo entre movimientos sociales y conciencia política socialista —así como también el rol frenador de las burocracias sindicales— a la luz de la lucha actual contra la globalización del capital, la ofensiva del imperialismo, la crisis del reformismo y de los pactos sociales del Estado de bienestar sigue siendo una tarea que tenemos por delante.

“Desde afuera” de la economía…
pero desde adentro de los movimientos sociales

Rosa Luxemburg, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburg un cerebro y un brazo del proletariado alemán.
José Carlos Mariátegui
“La Revolución alemana” (20 de julio de 1923)

En cuanto a la controvertida relación entre “espontaneidad” y vanguardia, entre impulso popular espontáneo y organización revolucionaria consciente, podemos apreciar su apabullante actualidad.
Esta serie de interrogantes hoy reaparece con otro lenguaje y otro registro. No es ya el problema de la huelga de masas —que, insistimos, Rosa analizó a partir de la primera revolución rusa de 1905— sino más bien el de los movimientos sociales (la subjetividad popular) y su vinculación con la política. Aquí sus escritos, releídos desde nuestras inquietudes contemporáneas, tienen mucho para decirnos y enseñarnos.
La lectura de los trabajos de Rosa seguramente nos permitirá recuperar a Lenin de otra forma, despojado ya de todo el lastre dogmático que impidió utilizar el arsenal político del gran revolucionario bolchevique. Aquel a quien Gramsci no dudó en catalogar en sus Cuadernos de la cárcel como “el más grande teórico de la filosofía de la praxis”.
A partir de una comparación entre las posiciones de Rosa y de Lenin se puede entender que cuando este último hablaba de “llevar la conciencia socialista desde afuera” al movimiento obrero no estaba defendiendo una exterioridad total frente al movimiento social “espontáneo” sino una exterioridad restringida, tomando como marco de referencia la relación entre economía y política. Esto quiere decir que el “afuera” desde el cual Lenin defendía la necesidad de organizarse en un partido político socialista remitía a un más allá de la economía. ¿”Desde afuera” de dónde? Pues desde afuera de la economía, no desde afuera de la política ni de los movimientos sociales.
Lenin pensaba que de la lucha económica no surge automáticamente la conciencia socialista. De las reivindicaciones cotidianas no emerge una organización revolucionaria. Hay que trascender el estrecho límite de los conflictos económicos (reclamos de empleo o de subsidios para quienes no lo tienen; mayor salario, vacaciones, reducción de la jornada laboral, para quienes sí lo poseen) para alcanzar un punto de vista crítico del capitalismo en su conjunto. Si el pueblo se limita a reclamar únicamente reivindicaciones puntuales, tan sólo conseguirá remendar el capitalismo, mejorarlo, embellecerlo y sobrevivir en el día a día, pero nunca acabará con el sistema ni con su miserable condición.
Esto era lo que él pensaba y predicaba. Pero muchos creyeron que Lenin estaba defendiendo una política ajena a los movimientos sociales, completamente externa a las luchas cotidianas. Esta última deformación y caricatura del pensamiento de Lenin derivó en una concepción burocrática del partido encerrado en sí mismo, ciego y sordo al sentimiento y a la conciencia popular.
Ni Lenin ni Rosa —recordemos que los dos fundaron, cada uno en países distintos, organizaciones revolucionarias, Lenin el Partido Bolchevique, Rosa la Liga Espartaco y el Partido Comunista Alemán (KPD)— creían que el partido tenía que estar mirándose su propio ombligo o predicar desde “afuera” al movimiento social. Las organizaciones de las y los revolucionarios deben ser parte inmanente de los movimientos sociales (del movimiento obrero, del movimiento de mujeres, de los movimientos juveniles, de los movimientos de trabajadores desocupados, de los movimientos campesinos, de los movimientos de derechos humanos, etc.), nunca un “maestro” autoritario que desde afuera lleva una teoría pulcra y redonda que no se “abolla” en el ir y venir del movimiento de masas.
Entre el sentido común, la ideología “espontánea” del movimiento popular, y la reflexión científica, es decir, la ideología del intelectual colectivo, no debe haber ruptura absoluta. Cuando esta última se produce se pierde la capacidad hegemónica de los partidos y organizaciones de la clase trabajadora y crece la capacidad hegemónica del enemigo —la burguesía, los dueños del poder, el imperialismo— que cuenta en su haber con las tradiciones de sumisión, con las instituciones del Estado y, hoy en día, con el monopolio dictatorial de los medios de comunicación de masas.
De modo que las posiciones de Rosa y de Lenin —aunque con matices distintos, ya que probablemente ella ponía mayor énfasis en los movimientos y Lenin en el partido revolucionario— en última instancia serían complementarias e integrables en función de una difícil pero no imposible dialéctica de la organización política, entendida como consecuencia y a la vez impulsora del movimiento social.
¡La hegemonía socialista se construye desde adentro de los movimientos!. La conciencia de clase es fruto de una experiencia de vida, de valores sentidos y de una tradición de lucha construida que ningún manual puede llevar desde afuera pues se chocará indefectiblemente —como muchas veces ha sucedido en la historia— con un muro de silencio e incomprensión.

Sobre la revolución bolchevique
y la filosofía política marxista

Su célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado póstumamente con intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la Liga Espartaco y del Partido Comunista alemán (KPD), luego disidente y reafiliado al Partido Socialdemócrata (SPD)—. Cabe agregar que Rosa cambió de opinión sobre su propio folleto al salir de la cárcel y participar ella misma de la revolución alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para intentar oponer a Rosa frente a la revolución rusa y contra Lenin (de la misma manera que luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin o al Che Guevara contra la revolución cubana). Se quiso de ese modo construir un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación burguesa que poco tiene que ver con la Rosa de carne y hueso.
Al resumir sus posiciones críticas hacia la dirección bolchevique, cuya perspectiva revolucionaria general compartía íntimamente, Rosa se centró en tres ejes problemáticos. Les cuestionó la catalogación del carácter de la revolución, su concepción del problema de las “guerras nacionales” y la compleja tensión entre democracia socialista y dictadura proletaria.
Si bien es cierto que aquel escrito adolece de varias equivocaciones —como agudamente señaló György Lukács en su clásico Historia y conciencia de clase (1923)—, también resulta insoslayable que Rosa acertó al señalar algunos agujeros vacíos cuya supervivencia a lo largo del siglo XX generó no pocos dolores de cabeza a los partidarios del socialismo.
Rosa sí tuvo razón cuando sostuvo que sin una amplia democracia socialista —base de la vida política creciente de las masas trabajadoras— sólo resta la consolidación de una burocracia. Según sus propias palabras, si este fenómeno no se puede evitar, entonces “la vida se extingue, se torna aparente y lo único activo que queda es la burocracia”. En el caso del socialismo europeo la historia le dio, lamentablemente, la razón. No otra fue la conclusión del mismo Lenin al final de su vida, tanto en el diario de sus secretarias como en sus últimos artículos donde enjuiciaba el creciente aparato de estado y su progresivo alejamiento de la clase trabajadora.
La necesaria vinculación entre socialismo y democracia política y los riesgos de eternizar y tomar como norma universal lo que era en realidad producto histórico de una situación particular de guerra civil, es decir, el peligro de hacer de necesidad virtud en el período de transición al socialismo, constituye uno de los ejes de su pensamiento que probablemente más haya resistido el paso del tiempo. Ninguna revolución socialista del futuro podrá hacer caso omiso de las advertencias que Rosa formuló contra las deformaciones autoritarias y burocráticas del socialismo.
Pero sus reflexiones no sólo atañen a una experiencia puntual como la tragedia histórica que experimentó ese heroico asalto al cielo encabezado por los bolcheviques del cual todavía hoy seguimos aprendiendo. Tienen un alcance más general en el terreno de la filosofía política.
Si la pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se interroga por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de preguntas del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Desde este último ángulo lo central reside en las condiciones que legitiman no la obediencia sino la insurgencia y la rebelión; no la soberanía que corona al poder institucionalizado sino la que justifica el ejercicio pleno del poder popular. Antes, durante y después de la toma del poder.
Allí, en ese terreno nuevo que permanecía ausente en los filósofos clásicos de la teoría del derecho natural contractualista del siglo XVIII, en Hegel y en el pensamiento liberal del siglo XIX, es donde la teoría política marxista en la que se inscribe Rosa ubica el eje de su reflexión. En ese sentido, el socialismo no constituye el heredero “mejorado” y “perfeccionado” del liberalismo moderno, sino su negación antagónica.
Si hubiera entonces que situar la filiación que une la tradición política iniciada por Marx y que Rosa Luxemburg desarrolló en su espíritu —contradiciendo muchas veces su letra— a partir de la utilización de su misma metodología, podríamos arriesgar que el socialismo contemporáneo pertenece a la familia libertaria y democrática más radical. Opositor y enconado polemista contra el liberalismo, al mismo tiempo es —o debería ser— el heredero privilegiado de la democracia directa teorizada por Juan Jacobo Rousseau.
Desde esta óptica —bien distinta al autoritarismo burocrático de quienes legitimaron los “socialismos reales” europeos— se tornan inteligibles los presupuestos desde los cuales Rosa Luxemburg dibujó las líneas centrales de su crítica a los peligros del socialismo burocrático.

Socialismo o barbarie,
algo más que una consigna…

Cuando Rosa termina de cortar sus vínculos, ya no sólo con el oportunismo reformista de Bernstein sino también con la tradición determinista “ortodoxa” de Kautsky (ambos máximos exponentes de la II Internacional) formula una disyuntiva célebre y famosa, que hoy tiene absoluta actualidad: “Socialismo o barbarie”. Ésta última resume seguramente lo más explosivo de su herencia y lo más sugerente de su mensaje para el socialismo del siglo XXI.
No se trata de una simple consigna de agitación. Presupone una ruptura radical con todo un modo de comprender la historia y la sociedad (en el cual ella misma había creído hasta ese momento, pues sus escritos anteriores se encuentran plagados de referencias a la “necesidad histórica” y a la supuesta “inevitabilidad” de la crisis económica del capitalismo, de la huelga de masas proletaria, de la revolución y del socialismo).
Inserta en su “folleto de Junius” (La crisis de la socialdemocracia, 1915), esa síntesis histórica resulta superadora del determinismo fatalista y economicista asentado en el desarrollo imparablemente ascendente de las fuerzas productivas. Allí se inscribe la ruptura epistemológica que en el seno de la tradición marxista abre esta disyuntiva formulada por ella. Según el fatalismo determinista, durante décadas considerado la versión “ortodoxa” y oficial del marxismo, la sociedad humana marcharía de manera necesaria, ineluctable e indefectible hacia el socialismo. La subjetividad histórica y la lucha de clases no jugarían ningún papel. A lo sumo, podrían acelerar o retrasar ese ascenso de progreso lineal, “final feliz” asegurado de antemano por el advenimiento del comunismo al final de la prehistoria humana.
Pero en plena guerra mundial Rosa rompe con ese dogma y plantea que la historia humana es contingente y tiene un final abierto, no predeterminado por el progreso lineal de las fuerzas productivas (ese viejo grito moderno y secularizado del más antiguo “¡Dios lo quiere!”, tal como irónicamente afirmaba Gramsci). Por lo tanto, el futuro sólo puede ser resuelto por el resultado de la lucha de clases. Podemos ir hacia una sociedad desalienada y una convivencia más racional y humana, el socialismo; o podemos continuar hundiéndonos en la barbarie, el capitalismo. Ambos horizontes de posibilidades permanecen potencialmente abiertos. Actualizar uno u otro depende del accionar humano.
Cuando hoy hablamos de “barbarie” estamos pensando en la barbarie moderna, es decir, la civilización globalizada del capitalismo. Nunca hubo más barbarie que durante el capitalismo moderno. Como ejemplos contundentes pueden recordarse el nazismo alemán con sus fábricas industriales de muerte en serie; el apartheid sudafricano —régimen político insertado de lleno en la modernidad blanca, europea y occidental— o los regímenes militares de contrainsurgencia de Argentina y Chile, que realizaron durante la década del ‘70 un genocidio burocrática y mecánicamente planificado aplicando torturas científicas y dejando como secuela decenas de miles de desaparecidos.
Mucho antes de que todo esto sucediera, Rosa había advertido el peligro que se abría ante nosotros. Lúcidamente había identificado la ecuación histórica que marcó y sigue marcando el ritmo de los tiempos actuales:
[capitalismo “civilizado” = barbarie]

Socialismo marxista y teología de la liberación

Otro de los ámbitos polémicos donde Rosa incursionó con notable agudeza fue en la compleja y aún irresuelta relación entre socialismo y religión.
Sabido es que en la “ortodoxia” de la II Internacional —de la cual fue una clara continuación filosófica el materialismo dialéctico [DIAMAT] de la época stalinista— el marxismo era concebido como una ciencia “positiva” análoga a las naturales, cuyo modelo paradigmático era la biología.
Desde esos parámetros ideológicos no resulta casual que se intentara trazar una línea ininterrumpida de continuidad entre los pensadores burgueses ilustrados del siglo XVIII y los fundadores de la filosofía de la praxis. En ese particular contexto filosófico-político, la religión era concebida —en una lectura apresurada, sesgada y unilateral del joven Marx (1843)— simplemente como el “opio del pueblo” (una expresión que Marx utilizó, efectivamente, pero que no tiene el sentido simplista que habitualmente se le atribuye).
Aun educada inicialmente en esa supuesta “ortodoxia” filosófica —con la cual romperá amarras alrededor de 1915— Rosa Luxemburg se opuso a una lectura tan simplificada del materialismo histórico en torno al problema de la religión.
Ante el estallido en 1905 de la primera revolución rusa, Rosa escribió un corto y apretado folleto sobre “El socialismo y las iglesias”. En él, como parte de los socialistas polacos, cuestiona el carácter reaccionario de la iglesia oficial que intentaba separar a los obreros del socialismo marxista, manteniéndolos en la mansedumbre y la explotación (una historia bien conocida en América Latina). Hasta allí su escrito no se diferenciaba en absoluto de cualquier otro de la época de la II Internacional.
Pero al mismo tiempo —y aquí reside lo más notable de su empeño— intenta releer la historia del cristianismo desde una óptica historicista. Así afirma que “los cristianos de los primeros siglos eran comunistas fervientes”. En esa línea de pensamiento reproduce largos fragmentos que resumen el mensaje emancipador de diversos apóstoles como San Basilio, San Juan Crisóstomo y Gregorio Magno.
De ese modo Rosa retoma el sugerente impulso del último Engels, quien en el prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia no había tenido miedo de homologar el afán cristiano de igualación humana con el ideal comunista del proletariado revolucionario. Engels ya lo había hecho mucho antes en Las guerras campesinas en Alemania, donde a la visión burguesa de Martín Lutero opone el rescate del cristianismo revolucionario de Tomas Münzer. Una lectura cuya tremenda actualidad no puede dejar de asombrarnos cuando —en América Latina y en otras partes del mundo— grandes sectores populares religiosos se rebelan contra el carácter jerárquico y autoritario de las iglesias institucionales para asumir una práctica de vida íntimamente consustanciada con el comunismo de aquellos primeros cristianos.

El asesinato de Rosa

El que se quedara con las masas y compartiera su destino cuando la derrota del
levantamiento de enero —claramente prevista por ella misma hace
años en el plano teórico, y también claramente en el momento mismo de la acción—,
es tan directa consecuencia de la unidad de la teoría y de la practica en su conducta
como el merecido odio mortal de sus asesinos, los oportunistas socialdemócratas.
György Lukács: Historia y conciencia de clase

El 9 de noviembre de 1918 (un año después del levantamiento bolchevique de Rusia) comenzó la revolución alemana. Fueron dos meses de agitación ininterrumpida. Luego de una huelga general, los trabajadores insurrectos —dirigidos por la Liga Espartaco— proclamaron la República y se constituyeron consejos revolucionarios de obreros y soldados. Mientras Kautsky y otros socialistas se mostraron vacilantes, el grupo mayoritario en la socialdemocracia alemana (comandado por Friedrich Ebert [1870-1925] y Philipp Schleidemann [1865-1939]) enfrentó con vehemencia y sin miramientos a los revolucionarios.
Tal es así que Gustav Noske [1868-1947], miembro de este grupo (el SPD), asumió como Ministro de Guerra. Desde ese puesto y con ayuda de los oficiales del antiguo régimen monárquico alemán, organizó la represión de los insurrectos espartaquistas. Mientras tanto, el diario socialdemócrata oficial Vorwärts [Adelante] publicaba avisos llamando a los Freikorps —“cuerpos libres”, nombre de los comandos terroristas de derecha— para que combatieran a los espartaquistas, ofreciéndoles “sueldo móvil, techo, comida y cinco marcos extra”.
El 15 de enero de 1919 Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburg son capturados en Berlín por la enfervorizada tropa de soldados. Horas más tarde son salvajemente asesinados. Poco después, León Jogiches (1867-1919), compañero de amor y militancia de Rosa Luxemburg durante muchos años, es igualmente asesinado. El cuerpo de Rosa, ya sin vida, es arrojado por la soldadesca a un río. Su cadáver recién se encontró en mayo, cinco meses después.
La responsabilidad política que la socialdemocracia reformista tuvo en el cobarde asesinato de Rosa Luxemburg y sus compañeros ya ningún historiador la discute. Ese acto de barbarie ha quedado en esa tradición como una mancha moral que difícilmente se borre con el tiempo.
Pero la memoria insepulta de Rosa, su pensamiento marxista, su ética revolucionaria y su indoblegable ejemplo de vida, continúan vivos. Entrañablemente vivos. En el puente donde sus asesinos arrojaron su cuerpo al agua siguen apareciendo, periódicamente, flores rojas. Las nuevas generaciones, metidas de lleno en la lucha contra el capital globalizado, no la olvidan.
Después del ocaso del stalinismo y de la crisis del neoliberalismo, y ante la degradación política, ideológica y