György Lukacs, -a 20 años de su muerte- es considerado uno
de los más importantes autores marxistas. Perteneciente a
una generación que habiendo participado activamente en el
movimiento comunista (miembro del Comité Central del PC.
húngaro en la década del 20) tras la derrota de los movimientos
revolucionarios europeos nacidos hacia el fin de la guerra
mundial, comienza a desarrollar una obra centrada en la filosofía (Historia y Conciencia de Clase, El Joven Hegel) y en la estética (Teoría Social de la Novela, Estética I, II y III).
Este desplazamiento de las temáticas, de lo político / estratégico hacia lo estético/filosófico, lo convierte junto a Korsch y Gramsci en uno de los representantes de la primera generación de lo que Perry Anderson ha definido como el
marxismo occidental
Perry Anderson es el más importante pensador marxista
inglés actual. Especialista en historia (El Estado Absolutista,
etc.) es además director de la New Left Review, la principal
publicación teórica marxista europea. Este reportaje (N. L. R.
1971) corresponde al proceso de investigación que da cuerpo
a “Consideraciones sobre el marxismo occidental” y “Tras las
huellas del materialismo histórico” en que a partir de un estudio de la producción teórica marxista hasta los 70 concluye
planteando la necesidad de una reconstrucción de la teoría
revolucionaria.
* (Selección y traducción: Josep Sarret). Publicado en “El Viejo Topo” (Madrid)
Original: N. L. R. 1971
Otros textos de Lukács, puede econtrarlos en: www.omegalfa.es
(Clase y Estado)
Una serie de acontecimientos recientes en Europa han planteado
de nuevo el problema de la relación entre el socialismo y
la democracia. ¿Cuáles son, en su opinión, las diferencias fundamentales entre la democracia burguesa y la democracia revolucionaria socialista?
La democracia burguesa data de la Constitución francesa de
1793, que era su más alta y radical expresión. Su principio constituyente
es la división del hombre en ciudadano de la vida
pública, por una parte, y en burgués de la vida privada, por otra; el primero dotado de derechos políticos universales, el segundo expresión de intereses económicos particulares y desiguales.
Esta división es fundamental para la democracia burguesa en
tanto que fenómeno históricamente determinado. Su reflejo filosófico
se encuentra en Sade. Es interesante observar que autores
como Adorno se han ocupado mucho de Sade porque veían
en él el equivalente filosófico de la Constitución de 1793. La
idea central, tanto de ésta como de aquél, es que el hombre es un objeto para el hombre, que el egoísmo racional es la esencia de la sociedad humana. Ahora es evidente que toda tentativa de
recrear en el socialismo esta forma históricamente superada de
la democracia es una regresión y un anacronismo. Pero ello no
significa que las aspiraciones a la democracia socialista deban
ser tratadas con métodos administrativos. El problema de la democracia socialista es un problema real que todavía no ha sido
resuelto, pues debe consistir en una democracia materialista, no
idealista.
Permítame que le ponga un ejemplo: un hombre como Guevara
era un representante heroico del ideal jacobino; sus ideas impregnaron
su vida y la modelaron totalmente. No fue el primero en el movimiento revolucionario. Léviné (1) en Alemania y Otto
Korvin (2) en Hungría hicieron lo mismo que él. Respeto profundamente la nobleza de este tipo do hombres. Pero su idealismo no es el del socialismo de la vida cotidiana, que ha de tener una base material, basarse en la construcción de una nueva economía.
Quiero aclarar inmediatamente que, por sí mismo, el
desarrollo económico no puede producir el socialismo. La doctrina de Krutschev según la cual el socialismo triunfaría en el mundo cuando el nivel de vida de la URSS superase al de los
Estados Unidos era absolutamente errónea. El problema debe
plantearse de otra manera. Se podría formular del siguiente modo:
el socialismo es la primera formación económica de la historia
que no produce espontáneamente el “hombre económico”
que le corresponde. Y ello porque es una formación transitoria,
precisamente, propia de una época intermedia en el proceso de
transición del capitalismo al comunismo. Y como la economía
socialista no produce ni reproduce espontáneamente el tipo de
hombre que necesita, al revés que la sociedad capitalista clásica, que engendra naturalmente su homo oeconomicus, la división ciudadano/burgués de 1793 y de Sade, la función de la democracia socialista es precisamente la educación de sus miembros con vistas al socialismo. Esta función no tiene precedentes ni analogía posible en la democracia burguesa. Es evidente que lo que hoy haría falta es el renacimiento de los soviets, el sistema de democracia socialista que aparece cada vez que hay una revolución proletaria: la Comuna de París en 1871, la Revolución rusa de 1905 y la propia Revolución de Octubre. Pero esto no va a producirse de la noche a la mañana. El problema es que los obreros están desanimados: al principio no se lo creerían.
1 Eugen Léviné, dirigente comunista de la República de los consejos obreros
de Baviera, fusilado en 1919 por la derecha.
2 Otto Korvin, dirigente comunista de la República húngara de los consejos
obreros, ejecutado por el gobierno del almirante Horthy en1919.
(Sobre la Historia)
En relación con esto me gustaría referirme al problema de la
presentación histórica de los cambios necesarios. En una serie
de debates filosóficos recientes se ha discutido mucho sobre la
continuidad y la discontinuidad en la historia. Yo me he pronunciado
decididamente en favor de la discontinuidad. Ya conoce
usted la tesis clásica de Tocqueville y de Taine según la cual la Revolución francesa no fue en absoluto un cambio fundamental
en la historia de Francia, que ya era muy fuerte durante el Ancien Régime, con Luis XIV, y que posteriormente aún se acentuó
más con Napoleón y, más tarde, con el Segundo Imperio.
Esta perspectiva, fue claramente rechazada por Lenin en el interior del movimiento revolucionario. Lenin nunca presentó los
cambios fundamentales y los nuevos puntos de partida como la
simple continuación y progreso de tendencias anteriores. Por
ejemplo, al proclamar la Nueva Política Económica, (NEP) no
afirmó en ningún momento que se trataba de un “desarrollo” o
de un “perfeccionamiento” del comunismo de guerra. Siempre
tuvo la franqueza de reconocer que el comunismo de guerra había
sido un error, explicable por las circunstancias, y que la NEP
representaba una rectificación de este error y un cambio total de orientación. Este método leninista fue abandonado por el stalinismo que siempre trató de presentar los cambios políticos, incluso los más importantes, como la consecuencia lógica y el perfeccionamiento de a línea anterior. El stalinismo presentó toda la historia socialista como un desarrollo continuo y corrector nunca admitió la discontinuidad. Hoy, esta cuestión es más vital que nunca, precisamente en el problema de las supervivencias
del stalinismo. ¿Es preciso subrayar la continuidad con el
pasado en una perspectiva de progreso, o, por el contrario, la vía del progreso ha de consistir en una ruptura profunda con el stalinismo? Creo que la ruptura completa es necesaria. Por ello la cuestión de la discontinuidad en la historia me parece tan importante.
(Tras las huellas del materialismo histórico)
-Se puede aplicar también este punto de vista a su propio desarrollo filosófico? ¿Cómo juzga usted hoy sus escritos de los
años 20? ¿Qué relación tienen con su obra actual?
-En los años `20, Korsch, Gramsci y yo mismo intentamos, cada
uno a su modo, enfrentamos con el problema de la necesidad
social y con su interpretación mecanicista, herencia de la II Internacional.
Heredamos el problema pero ninguno de nosotros -
ni siquiera Gramsci que quizás era el mejor dotado de los tres supo resolverlo.
Nos equivocamos y sería un error tratar de revivir las obras de
aquel período como si fuesen válidas en nuestros días. En Occidente hay una tendencia a erigirlas en “clásicos de la herejía”, pero hoy no tenemos necesidad de ellas. Los años `20 ya han pasado y lo que debe preocupamos son los problemas filosóficos de los años `60.
Estoy trabajando actualmente en una Ontología del ser social
que espero resuelva los problemas que planteé de un modo totalmente erróneo en mis primeras obras, particularmente en Historia y conciencia de clase. Mi nueva obra se centra en la cuestión de las relaciones entre necesidad y libertad, o, para emplear otra expresión, teleología y causalidad. Tradicionalmente los filósofos han construido sus sistemas sobre uno a otro de estos dos polos: o han negado la necesidad o han negado la libertad humana. Mi objetivo es mostrar la interrelación ontológica entre ambos y rechazar los puntos de vista del “o bien…, o bien” según los cuales la filosofía ha representado tradicionalmente al hombre.
El concepto de trabajo es el pivote de mi análisis. Pues el
trabajo no está biológicamente determinado. Cuando un león
ataca a un antílope, su comportamiento está determinado por
una necesidad biológica y sólo por ella. Pero cuando el hombre
primitivo se encuentra ante un montón de piedras, debe elegir
una de ellas, valorar la que le parezca más adecuada para convertirse en un instrumento, elige entre varias alternativas. La noción de alternativa es fundamental para la significación del trabajo humano, que siempre es por consiguiente, teleológico: fija un objetivo que resulta de una decisión. Así se expresa la libertad humana. Pero esta libertad sólo existe en la puesta en movimiento de una serie de fuerzas físicas objetivas que obedecen a las leyes causales del universo material. La teleología está siempre coordinada, pues, con la causalidad física, y, de hecho, el resultado del trabajo de cada individuo es un momento de la causalidad física para la orientación teleológica de los otros individuos.
La fe en una teleología de la naturaleza es algo propio de la teología.
Y la fe en una teleología inmanente a la historia carece de
fundamento. Pero existe una teleología en cada trabajo humano,
íntimamente inserta en la causalidad del mundo físico. Esta posición, que es el núcleo a partir del cual desarrollo mi obra actual, supera la clásica antinomia de la necesidad y la libertad.
Pero quisiera subrayar que no estoy tratando de construir un
sistema exhaustivo. El título de mi obra -que ya está terminada,
pero de la que estoy rehaciendo los primeros capítulos- es Hacia
una ontología del ser social. Fíjese en la diferencia. La tarea a la que estoy consagrado necesitará el trabajo colectivo de muchos pensadores para poderse desarrollar. Pero espero que mostrará la base ontológica de este socialismo de la vida cotidiana al que antes me refería.
(El marxismo occidental: de la política a la filosofía)
-Durante diez años de su vida, desde 1919 a 1929, usted se dedicó activamente a la política, y luego abandonó completamente
toda actividad política inmediata. Debió ser un gran cambio
para un marxista convencido como usted. ¿Se sintió usted limitado (o, al contrario, quizás liberado) por este brusco cambio en su carrera producido en 1930? ¿Cómo se relaciona esta fase de su vida con su juventud y su adolescencia? ¿Qué influencias fueron las que recibió entonces?
-No lamenté en absoluto el final de mi carrera política. Fíjese,
yo estaba convencido de tener razón en las discusiones internas
del Partido en 1928/1929, y nunca nada me incitó a cambiar de
opinión sobre este punto; sin embargo, como había fracasado
completamente en mi tentativa de convencer al partido de la
justeza de mis ideas, me dije: ya que tengo razón y sin embargo
he resultado totalmente vencido, ello significa que no tengo ninguna capacidad política.
Renuncié, pues, sin ninguna dificultad, al trabajo político práctico.
Decidí que no estaba dotado para ello. Mi exclusión del comité
central del Partido húngaro no modificó lo más mínimo mi
convicción de que, con la desastrosa política sectaria del Tercer Período, sólo se podía luchar eficazmente contra el fascismo desde las filas del movimiento comunista. Sigo pensando lo mismo. Siempre he creído que la peor forma de socialismo es preferible a la mejor forma de capitalismo.
Me ha preguntado usted cuáles fueron mis impresiones personales
cuando renuncié a mi carrera política. Debo decir que yo
quizás no soy un hombre muy contemporáneo. Puedo asegurar
que nunca he sentido frustración ni ningún otro complejo en mi
vida. Naturalmente, sé muy bien lo que esto significa, porque
conozco la literatura del siglo XX y porque he leído a Freud.
Pero nunca lo he experimentado personalmente. Siempre que me
he dado cuenta de mis errores o de que tomaba un camino equivocado, lo he reconocido. Nunca me ha costado actuar de este
modo y ocuparme de otra cosa. Hacia los 15 o los 16 años escribía obras modernas, al estilo de Ibsen o de Hauptmann. A los 18, las releí y las consideré irremediablemente malas. Decidí entonces que nunca sería un buen escritor y las quemé. Nunca lo he lamentado. Esta experiencia precoz me fue muy útil más tarde en mi labor como crítico literario, porque cada vez que podía decir de un texto que lo hubiese podido escribir yo mismo sabía que ello era una evidencia infalible de que aquel texto era malo:
era un criterio seguro. Esta fue mi primera experiencia literaria.
Mis primeras influencias políticas me vinieron con la lectura de
Marx cuando era estudiante y después -la más importante de
todas- con la lectura del gran poeta húngaro Ady. Yo era un adolescente que se sentía aislado entre sus contemporáneos y Ady
me causó una gran impresión. Era un revolucionario entusiasmado
por Hegel, aunque no aceptaba este aspecto de Hegel que
yo mismo rechacé desde un principio: su Versohnung mit der
Wirklichkcit: su reconciliación con la realidad establecida. Nunca he dejado de admirar a este pensador, y pienso que el trabajo emprendido por Marx -la materialización de la fïlosofía de Hegel- debe ser proseguido incluso más allá de Marx. Yo mismo
he intentado hacerlo en varios pasajes de mi Ontología, que está
a punto de aparecer. Pienso que, ahora que ya está todo dicho,
sólo tres grandes pensadores occidentales resultan incomparables
a todos los demás: Aristóteles, Hegel y Marx.