El imperio y la teoría marxista del imperialismo (Ponencia al SEMINARIO GUEVARISTA INTERNACIONAL)

05.Jun.08    Apuntes para el debate
   

En este trabajo enviado al SEMINARIO GUEVARISTA INTERNACIONAL el investigador marxista Atilio Boron aborda la problemática del imperialismo sometiendo a discusión tanto la lectura de Michael Hardt y Toni Negri como la de algunos defensores de su corriente.


Razones de un debate

Poco tiempo atrás tomé conocimiento de una nota sumamente crítica de mis desacuerdos y radicales cuestionamientos a la teoría del “imperio” elaborada por Michael Hardt y Antonio Negri plasmados en mi libro Imperio & Imperialismo (Buenos Aires: CLACSO, 2002). Debo confesar que mi primera reacción luego de leer el trabajo de marras fue el de hacerlo a un lado y proseguir con mis labores. No me parecía que tuviera mucho sentido polemizar con una nota en donde la pasión puesta por su autor, un rasgo que sin duda juzgo como algo muy positivo cuando se juega en el terreno de la argumentación rigurosa, lamentablemente se agotaba en una tediosa sucesión de injurias y descalificaciones personales.

Sin embargo, poco después llegué a una conclusión diferente, y esto por dos razones. Primero, porque los argumentos esgrimidos en mi contra reflejaban, de manera cristalina, la preocupante confusión que prevalece en ciertos sectores de la izquierda, embriagada con los vapores del postmodernismo y ciega y sorda ante los desafíos que se desprenden de la realidad actual del imperialismo. Pese a su vehemente formulación la crítica no podía ser descifrada como la idiosincrática rabieta de un personaje solitario sino como un síntoma de un problema mucho más general: la confusión y desorientación que prevalece en la izquierda y que se refleja tanto en el terreno de la teoría como en el de la práctica política. Se trata, por consiguiente, de una cuestión que reviste una importancia que trasciende lo personal y anecdótico y la hace merecedora de una especial atención. En consecuencia, y esta es la segunda razón, pensé que mi silencio podría (mal)interpretarse como la tácita aceptación de dolorosas verdades que habían enmudecido mi conciencia y me habían dejado sin argumentos. Espero no herir demasiado la delicada epidermis de los postmodernos si me permito recordar una vieja frase de Lenin, más oportuna que nunca en los tiempos que corren: “el marxismo no es un dogma, sino una guía para la acción”. Este debate de ideas no es una cuestión escolástica. No estamos discutiendo el sexo de los ángeles sino sobre un diagnóstico del capitalismo actual y las eventuales rutas de su superación. Y sin una descripción y análisis certeros del imperialismo “realmente existente”, no del que imaginan algunos, no habrá posibilidad alguna de superar ese régimen de producción que ha colocado a la humanidad en una encrucijada que por su gravedad no tiene precedentes en su historia. Fue en virtud de estas consideraciones que decidí salir al ruedo y plantear mi más radical discrepancia con los planteamientos de un importante sector de la izquierda que aún se mueve en las tinieblas.

Discrepancia que comienza con las cuestiones formales. Porque, en los debates que necesita la izquierda, los asuntos formales son también cuestiones de fondo. El recurso a los insultos y las descalificaciones hablan de una exasperación y un estado mental difícilmente consistente con la serenidad que demanda una situación tan crítica como la actual, en donde el propio futuro de la especie humana es lo que se halla en juego. Un buen piloto de tormentas, y recordemos que un intelectual es en gran medida eso en los tiempos que corren, no puede pretender orientar el curso de la nave de la teoría simplemente insultando e injuriando a quienes no concuerdan con sus criterios. Se espera de él algo más que el uso de expresiones como “renegado”, “revisionista”, “pasa por marxista” (al no serlo, el sujeto en cuestión se convierte en un impostor), “enredos conceptuales”, “comprensión mínima”, “alucinado”, y otras por el estilo que revelan la desesperación de quien oscuramente presiente que sus argumentos son endebles y que, por lo tanto, no le queda otro recurso que apelar a una vistosa pirotecnia verbal para paliar la inquietud que brota de su propia debilidad. La primera reflexión que se me ocurría al repasar, no sin una cierta tristeza, el texto en cuestión fue que, con defensores como García, Hardt y Negri estarán condenados a pasar muy malos ratos a manos de sus críticos.

Otra reflexión, también formal, motivó mi curiosidad. Hace apenas unas semanas estuve en Colombia, país del cual es ciudadano el Sr. García. Más exactamente, estuve en su universidad, la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. La Carrera de Ciencia Política organizó allí una mesa redonda en torno al tema “Imperio no, Imperialismo” que despertó un extraordinario interés entre el estudiantado y los profesores de dicha casa de estudios. El Aula Magna de la Facultad de Derecho, donde tuvo lugar el evento, fue completamente desbordada por una concurrencia que superaba con creces las quinientas personas. Lamentablemente no tuve la posibilidad de conocerlo personalmente en esa ocasión, ni de escuchar, entre las múltiples preguntas que suscitó mi intervención, a nadie que compartiera siquiera remotamente las acusaciones de que soy objeto en su escrito. Pero esto no importa ya. Vayamos a los temas de fondo.

Una novísima lectura del marxismo

Permítase comenzar diciendo que dejaré de lado cuestiones menores que revelan el profundo desconocimiento que García tiene de mi pensamiento. Sería absurdo argumentar que tiene la obligación de conocer prolijamente mis escritos. Pero si alguien quiere darse el lujo de adjetivar a voluntad a su ocasional contrincante tiene que asegurarse primero de estar suficientemente familiarizado con su obra a fin de ahorrarse desagradables refutaciones. Decir que en alguna parte de mi obra yo habría dicho que “Maquiavelo es el instigador de la tortura” constituye una prueba del absoluto desconocimiento que mi crítico tiene de mis escritos (y por lo tanto de la liviandad con que los juzga y califica). Si hay algo que por años ha caracterizado mi lectura del teórico florentino, fuertemente influenciada por la interpretación gramsciana del mismo, es precisamente una lucha sin cuartel contra la leyenda negra levantada por la Iglesia y por la tradición liberal y que lo presenta como el maestro del mal y el inventor de cuanta infamia haya ocurrido en la vida política de las naciones. Para evitar futuros yerros recomiendo a mi crítico la lectura de un pequeño texto mío titulado “Maquiavelo y el infierno de los filósofos” (Cf. Tomás Varnagy, compilador: Fortuna y Virtud en la República Democrática, Buenos Aires, CLACSO, 2000).

Mi crítico me acusa de sectarismo porque no encuentro razón alguna para citar a una frase de Bill Gates: “en el mundo virtual todos somos criaturas iguales”. Contrariamente a lo que García opina la causa por la cual rechazo la conveniencia de citar al zar de la informática no es, como él dice, porque sea neoliberal, que en realidad no sé si lo es o no, o porque sea un mega empresario monopólico, sino porque dice una tontería. Y resulta una flagrante contradicción que una obra como Imperio, que declara abiertamente su adhesión al comunismo, cite un lugar común de la ideología neoliberal para apuntalar sus argumentaciones. Me he referido a esta fábula in extenso en otro lugar de modo que no voy a insistir aquí sobre ella. Baste con señalar que esa igualdad de base que Gates ve en el mundo virtual y que Hardt y Negri ingenuamente aceptan oculta algunos hechos desagradables. Por ejemplo, es cierto que en la bucólica Suiza del secreto bancario existen 409 computadores personales por cada 1.000 habitantes y en los Estados Unidos 362 por mil. Allí el mundo virtual y el real se aproximan, aunque tampoco demasiado, y la sentencia de Gates tiene un alto grado de verosimilitud. Pero cuando nos trasladamos al convulsionado mundo de la periferia (y perdón por violar uno de los axiomas de Hardt y Negri, que han declarado la inutilidad de la anacrónica diferenciación entre centro y periferia) donde sobreviven las cuatro quintas partes de la humanidad el acceso a la información y al mundo virtual se torna un poco más problemático. Por ejemplo, en Ghana hay 1,2 computadores por cada mil personas. Y en la India, sede de una pujante industria del software, existe apenas 1,5 computador por cada mil indios. Poco más al Oriente, tres chinos de cada mil se disputan encarnizadamente su acceso a un computador. En Bangladesh la cifra es tan insignificante que ni siquiera puede registrarse. En el patio trasero del centro imperial hay una cierta mejoría, pero las cosas están lejos de ser lo que se dice: en Chile hay 45 computadores personales por cada mil habitantes, 34 en la Argentina, 29 en México, 18 en Brasil, 6 en el Perú, y menos de tres en Guatemala. La cita de Gates es “incitable” no porque venga de quien vino sino porque es un simple ideologema del neoliberalismo. Podemos comprender que el empresario la cite para dejar boquiabierto a un auditorio de ingenuos, pero no que la utilicen dos críticos del sistema. (Cf. “Dos fábulas perversas: la aldea global y la multitud nómada en el imperio”. Ponencia presentada a las Terceras Jornadas de Teoría y Filosofía Política, Universidad Nacional Autónoma de México y Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, Septiembre del 2003).

García no ahorra elogios a la obra de Hardt y Negri, autores según él de una “relectura novísima del marxismo”. Yo creo, humildemente, que no siempre lo novísimo es buenísimo. Una de las herencias más perniciosas de la Ilustración ha sido, precisamente, la de pensar que lo nuevo siempre es mejor. Una relectura novísima debe ser, por lo tanto, mejor que una lectura tradicional. Tal convicción refleja el error de los mentores de mi crítico, para los cuales el novísimo imperio debe ser mejor que el arcaico imperialismo de los estados, pueblos y naciones. Se trata de una visión excesivamente ingenua, infantilmente evolucionista, y que no tiene lugar en el pensamiento marxista. Por eso la he criticado.

Uno de los logros de esta “novísima relectura” del marxismo parecería ser la necesidad de luchar contra la dialéctica, pese a las reiteradas recomendaciones en contrario del propio Marx y, después de él, de todos los clásicos del marxismo. El abandono de la dialéctica significa, lisa y llanamente, adherir a una teoría de la historia concebida como una acumulación lineal y sin contradicciones de acontecimientos. Una tal concepción termina sacralizando todo lo existente, entre otras cosas el capitalismo, la propiedad privada de los medios de producción y el imperialismo. Uno de los más grandes triunfos ideológicos de la derecha ha sido precisamente el haber impuesto esta concepción que remata en la eternización del capitalismo y en el fin de la historia. Me resulta difícil concebir un argumento radicalmente crítico del presente al margen de la dialéctica. Me permito sugerir a mi crítico, tan interesado en mis palabras, la lectura de “Marxismo y filosofía política” y “Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx” donde me dedico extensamente a examinar este problema (en Atilio A. Boron, compilador: Teoría y Filosofía Política. La Tradición Clásica y las Nuevas Fronteras y en La Filosofía Política Moderna. De Hobbes a Marx, ambos disponibles en librerías o en la Biblioteca Virtual de CLACSO, en http://www.clacso.edu.ar/ o http://www.clacso.org/).

Sobre clases y multidudes

Obnubilado por lo que Platón llamaba “el afán de novedades” y por la oscuridad propia del laberinto en el cual se ha perdido mi crítico descerraja a diestra y siniestra temerarias afirmaciones que lo distancian irreparablemente de toda la tradición marxista, situándolo en un universo teórico todavía inexplorado y plagado de yerros e inconsistencias. He aquí algunos ejemplos:

a) Se nos dice que “las clases fundamentales se han redefinido: el proletariado hacia la multitud y la burguesía hacia un poder cada vez más monárquico”. ¿Qué significa esto? ¿Que el proletariado ya no es lo que era antes? Claro que no. Dado que la dialéctica histórica es incesante y todo lo cambia sería absurdo pensar en clases concebidas como entidades metafísicas o como esencias platónicas alojadas en el Topos Urano. Pero, ¿el proletariado “redefinido” en dirección de la multitud? ¿Qué es eso? Es indudable que el proletariado de hoy es una categoría mucho más amplia y heterogénea que la que existía en tiempos de Marx y Engels, y la referencia de García al “Capítulo Sexto (inédito)” de Marx es correcta. Pero, ¿convertido en multitud? Muy improbable. Tal afirmación requiere, antes que nada que alguien explique la constitución sociológica de la multitud. Ni García ni sus mentores lo han hecho satisfactoriamente. No se reemplaza el análisis riguroso de las categorías con vagas invocaciones a conceptos abstractos desprovistos de toda conexión con lo real. Además, cualquiera mínimamente informado en la tradición sociológica sabe que, por definición, el concepto de multitud alude a un agrupamiento inestable, efímero, de intermitente presencia y constituido con prescindencia de las articulaciones estructurales de sus componentes. ¿Esas son las características que hoy tiene el gran universo de los trabajadores asalariados? No me parece.

En relación con la tesis de que la burguesía se redefinió como un poder monárquico diría que, en primer lugar, tal proceso no atañe a las determinaciones fundamentales de la burguesía como clase y que remiten a la forma como se apropia de los medios de producción y del producto del trabajo social. Que su poder político se ejerza “monárquicamente” -cualquiera sea la forma en que éste se defina- está lejos de ser una novedad de nuestro tiempo. Ya había sido señalado por Marx y Engels en la segunda mitad del siglo diecinueve. El problema es ver qué es lo que esto significa hoy, en el aquí y ahora del capitalismo. Y, más allá de la metáfora, es poco y nada lo que sobre este tema podemos sacar en limpio del escrito de Hardt y Negri.

b) Una afirmación enigmática, para decirlo con mucha benevolencia, es la siguiente: “si decimos que el imperio es un poder global, sin límites aparentes, también decimos que no se puede luchar contra él. La multitud, los muchos, sería minúscula comparada con el poder soberano” (sic). Pero, ¿qué significa ésto? ¿Qué es eso de que no se puede luchar contra el imperio? ¿Qué es lo que ha hecho Cuba desde 1959? ¿Qué fue lo que hicieron los vietnamitas con las armas en la mano durante veinte años? ¿Qué han hecho hasta ahora la resistencia palestina, los combatientes iraquíes que rechazan la ocupación norteamericana, el pueblo y el gobierno venezolano que recuperó el control de una riqueza básica como el petróleo, los campesinos y trabajadores bolivianos que derrumbaron a un procónsul imperial que apenas si hablaba el castellano, los indígenas ecuatorianos y tantos otros en las más diversas latitudes del mundo? No hace falta ser un lector malintencionado para concluir que semejante “ocurrencia” (me resisto, por respeto a la filosofía, a otorgarle el rango superior de “idea”) abona tersamente al pensamiento único cultivado con esmero por los ideólogos del neoliberalismo. En efecto, esa imagen, oculta en la oscuridad terminológica del libro de Hardt y Negri pero evidente en la interpretación de uno de sus más entusiastas admiradores, remata en un planteamiento políticamente claudicante. No hay alternativas a la primacía imperial, de modo que conviene resignarnos ante esa amarga realidad y tratar de sobrellevar esta desgracia lo mejor posible. El imperio es así representado como un Moloch omnipotente e invencible, como una fortaleza inexpugnable que, para colmo de las paradojas, en un alarde de masoquismo habría sido creada por la propia multitud. Si la subestimación de nuestras propias fuerzas es mala, la sobre-estimación de las del enemigo es todavía peor. La primera puede desembocar en una sobria y realista evaluación de nuestras posibilidades, mientras que la segunda nos desarma ideológicamente y perpetúa nuestra subordinación ante los poderosos.

c) Volvamos al tema de la multitud. En su escrito mi crítico dice, por ejemplo, que “por multitud se entienden todas y todos los potencialmente conflictivos, la base está conformada por los pobres, el sujeto más poderoso” (sic). La multitud, se nos dice además, es por definición no-representable. Revisemos cuidadosamente estos aportes derivados de la “novísima” relectura del marxismo promovida por Hardt y Negri. Para hacerlo vamos a tomar un ejemplo hipotético derivado de la realidad de Colombia, un país que nuestro crítico sin duda debe conocer muy bien. ¿Quiénes podrían ser estos sujetos potencialmente conflictivos que constituyen a la multitud? Bien. Comencemos por los que en Colombia se los considera sin dudas como los más conflictivos: los “paras”, o los “paramilitares,” para expresarlo en el lenguaje corriente. Luego habría que agregar a los “narcos,” que como es bien sabido mantienen fraternales relaciones con los primeros. Estamos en presencia de una temible combinación de actores altamente conflictivos, y no hemos terminado. ¿Podríamos dejar de lado a los sicarios, que asesinan a los militantes populares y de izquierda? ¡De ninguna manera, si encima son pobres! Habría luego que agregar al lumpenproletariado, es decir, a los segmentos en descomposición de las clases populares y que suelen actuar como masa de maniobra de gobiernos reaccionarios, “paras” y “narcos” y de cuyas filas se reclutan los sicarios. Luego de esto tendríamos aportando a la multitud a los desplazados por la violencia y las campañas de erradicación del cultivo de la coca promovida y ejecutada por las fuerzas de ocupación norteamericanas en algunas regiones de Colombia. Agréguese también, por supuesto, a los pobres de la ciudad y el campo: campesinos, pobladores urbanos, ocupantes precarios de terrenos en las ciudades, trabajadores por cuenta propia, obreros precarizados, desocupados, obreros tradicionales en el sistema formal de relaciones de trabajo, empleados, y así sucesivamente.

Ante tan heteróclita configuración de grupos, categorías y clases sociales, ¿qué utilidad puede tener un concepto tan extenso, epistemológicamente hablando, que incluye a toda formación social que sea “potencialmente conflictiva”? Además, luego de lo que nos enseñaron Hegel y Marx, ¿hay alguna que no lo sea? Nuestro crítico, seguramente que entusiasmado por la sucesión de agravios que iban enhebrando su discurso, no reparó en una inteligente advertencia formulada por Michael Hardt cuando, en un reportaje efectuado con posterioridad a la aparición de Imperio, dijera que “en nuestro libro el concepto de multitud funciona más como un concepto poético que fáctico” (Cf mi Imperio & Imperialismo, p. 102). No hay duda que ciertos conceptos poéticos pueden ser poderosos instrumentos de análisis y de transformación social. Pero, por más admiración que la obra de Hardt y Negri suscite en nuestro crítico, ni el primero es Pablo Neruda ni el segundo es Bertolt Brecht. En consecuencia, pese a su belleza poética el concepto de multitud es una categoría teórica vacía, carente de sustancia sociológica y, por lo tanto, de escasa o nula utilidad práctica a la hora de cambiar el mundo.

Un par de observaciones finales sobre el tema de la multitud. Primero, relativa a su “irrepresentabilidad”. No constituye sorpresa alguna que una categoría nominal tan amplia y omnicomprensiva carezca por completo de la posibilidad de ser representada, más allá de si es bueno o malo que un grupo social pueda ser representado o no. Por otra parte, lo que en la tradición sociológica se entiende por multitud -que no es lo mismo que entienden Hardt y Negri- es por su naturaleza un fenómeno transitorio, intermitente, que irrumpe de pronto en el escenario público y de la misma manera desaparece en muchos casos sin dejar mayores rastros. Confundir a esta categoría con el proletariado del siglo XXI, que por cierto implica una ampliación de la categoría desarrollada por el marxismo clásico, constituye un gravísimo error de interpretación. En síntesis: el problema de la representación de las clases subalternas no es una cuestión menor. La crisis de las formas tradicionales de representación: el partido y el sindicato no puede ser reemplazada por la exaltación romántica de la democracia directa y del basismo en las sociedades de masas.

Segundo, el tema increíble de la vocación masoquista de la multitud, a la cual nuestros autores, y mí crítico, le atribuyen nada menos que la creación del imperio. Mutatis mutandis esto equivaldría a plantear el disparate de que el proletariado industrial, nostálgico de la abyección y opresión característicos de la vida campesina en el modo de producción feudal se esmeró en crear una clase, los capitalistas, para que lo explotara y los mantuvieran en condiciones infrahumanas de vida. Creo que el argumento es tan absurdo que no merece más comentarios que estas breves líneas.

Estado, democracia, soberanía

a) Sobre la cuestión de la soberanía los planteos de mi crítico son igualmente asombrosos, razón por la cual me veo obligado a citarlos in extenso para facilitar su adecuada comprensión y evitar toda sospecha sobre cualquier posible tergiversación. Se me acusa de clamar, “cual Kautsky, por reconocerle a Estados Unidos el poder supermundial. Cosa que de cierta forma reconoce Negri: el gobierno republicano de Estados Unidos ocupa la cúspide del poder piramidal del imperio. Pero no es el único poder, hay otra serie de instituciones, BM, FMI, OMC y sus hermanas empresas transnacionales, alternas al poder capitalista conjuntamente con otros Estados y ONGs adscritos al imperio. Todo ello mina la soberanía estatal. Esa es una verdad de perogrullo hoy”.

Primero, no creo que la primacía de los Estados Unidos en el mundo unipolar de hoy sea producto de los ruegos de Kautsky, y mucho menos de mi improbable clamor. La profundización de las injusticias e inequidades del modo de producción capitalista y la implosión de la Unión Soviética -que le ha dejado a los capitalistas el campo libre para cancelar las concesiones hechas durante su etapa keynesiana y retornar a sus tradicionales prácticas predatorias- es lo que explica la intensificación de los mecanismos de explotación imperialista y el ascenso de los Estados Unidos a esa condición que con mucha indulgencia Samuel P. Huntington llamaba “superpotencia solitaria”. Este es un hecho objetivo, comprobable a simple vista y que no se produce por ruegos, lamentos o clamores de ningún tipo.

Segundo, la idea de que la Casa Blanca ocupa la cúspide del poder imperial y que lo “comparte” con otras instituciones como el FMI, el BM, la OMC, con las grandes empresas transnacionales y otros Estados y ONGs es sólo parcialmente correcta, y esto a condición de que se especifique la naturaleza de los “socios” imperiales. Suponer que el FMI y el resto de los mal llamados “organismos financieros internacionales” (mal llamados porque, como lo reconocen los grandes intelectuales del imperio tales instituciones son simples apéndices de los gobiernos del G-7, y principalmente del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, y su “internacionalismo” se refiere exclusivamente a su rol de policía mundial a cargo de la custodia de los intereses del capital) son algo distinto al puñado de gobiernos que constituyen el comité que administra los negocios conjuntos de la clase burguesa a nivel mundial demuestra un profundo desconocimiento de los rudimentos mismos de la teoría marxista del Estado. Toda esta proliferación de gobiernos, empresas e instituciones dizque “internacionales” constituyen el entramado a través del cual se procesa la dominación de la clase dominante global asentada en los países del capitalismo metropolitano y que lejos de minar la soberanía estatal no han hecho otra cosa que fortalecerla en los últimos veinte años. La literatura y la evidencia empírica es tan abrumadora que resulta difícil comprender, a no ser por una preocupante ofuscación ideológica, cómo se puede ignorar un hecho tan rotundo como ese. La soberanía estatal que ha sido minada, y esta sí que es una verdad de perogrullo, es la de los países de la periferia. Estados Unidos erradicando cultivos de coca con sus tropas en Colombia demuestra que su soberanía se proyecta con toda la fuerza de un hegemón imperialista, al paso que Colombia ve la suya seriamente mermada. Cuando el embajador de la Casa Blanca en Bolivia exige del gobierno la firma de un contrato leonino para la provisión del gas, y el gobierno cede desatando las iras populares, lo que se demuestra es que Bolivia tiene cada vez menos soberanía, no que Estados Unidos la ha perdido. Y que si la primera recuperó en algo lo que había perdido fue gracias a la impresionante movilización popular que acabó con un gobierno profundamente ilegítimo como el de Sánchez de Losada. Cuando Estados Unidos desconoce el fallo de la Corte Internacional de Justicia exigiéndole pagar a Nicaragua una cuantiosa suma como reparación por los daños producidos durante la guerra contra los sandinistas y Washington ni siquiera se digna a responder al comunicado oficial de la Corte no es la soberanía de Estados Unidos la que ha sido minada sino la de Nicaragua. Es asombroso cómo un latinoamericano puede desconocer realidades tan brutales (y cercanas) como éstas.

Una última reflexión sobre este punto. Nótese la flagrante contradicción (en realidad, una de las tantas que, razones de espacio, me han impedido enumerar en detalle) entre la rotunda afirmación de la pérdida de soberanía estatal referida más arriba y la que mi crítico plantea pocas líneas más abajo al decir que “la soberanía, según Negri, (es) monopolio de la comunicación, de la moneda y de la violencia. Lo que es lo mismo: el éter, el dólar y la bomba atómica. Por tal motivo Estados Unidos ocupa lugar preferencial”. Nótese la conmovedora debilidad argumentativa: Estados Unidos ocupa “un lugar preferencial” en el sistema internacional, pese a que su soberanía, supuestamente, se está debilitando. La estructuración del dominio imperialista se decide, con modales cortesanos, estableciendo preferencias y sitiales de privilegio. El éter, el dólar y la bomba atómica son como las acartonadas indumentarias y las antiguas pelucas utilizadas por los cortesanos de Luis XIV mientras bailaban serenamente al compás del minué. Todo el horror, la sangre y el fango de la dominación capitalista y su proyección internacional quedan convenientemente dulcificados en la versión del diligente discípulo de Hardt y Negri. El monopolio de la comunicación, la moneda y la violencia es una minucia anecdótica que en nada debilita el argumento de la declinante soberanía estatal. ¡Y el imperialismo es una simple cuestión de “preferencias”!

b) Sobre el Estado. Mi crítico es presa de santa indignación porque no comparto la tesis de Hardt y Negri de que “el Estado ha sido derrotado y las empresas hoy gobiernan la tierra”. Tal como he puesto en evidencia en Imperio & Imperialismo la idea de que las empresas transnacionales están gobernando el mundo y provocado la derrota y desordenada huída de los estados nacionales es de una superficialidad inadmisible en cualquier análisis serio de la realidad económica y política contemporánea. La expansión global de estos modernos leviatanes es simplemente incomprensible al margen de las activas políticas estatales que, desde los capitalismos metropolitanos, crearon las condiciones económicas, políticas e ideológicas que la hicieron posible. ¿Mediante qué mecanismos? Gracias a las políticas impulsadas por algunos estados nacionales, comandados por Estados Unidos, que impusieron contra viento y marea las reglas del neoliberalismo global: en los países metropolitanos más o menos pacíficamente, y en la mayoría del mundo apelando a dictaduras o corrompiendo a frágiles democracias que capitularon ante los señores del dinero. En ambos casos, pero, imponiendo políticas concretas, generadas por los estados (y no por los directorios de las empresas “transnacionales”) y promovidas en la periferia gracias al accionar de los agentes y perros guardianes del imperialismo: el FMI, el BM, la OCM, el BID y otros por el estilo, encargados de imponer gracias a las “condicionalidades” con las que asfixian a los países endeudados las políticas de apertura comercial, desregulación financiera, liberalización económica, precarización laboral, privatizaciones y todo el decálogo del Consenso de Washington, utilizando para ellos el poder de chantaje que Estados Unidos dispone sobre todo en América Latina y el Caribe. En los países metropolitanos esta labor de disciplinamiento fue realizada de modo igualmente efectivo pero sin las estridencias conocidas en el Sur. Allí la tarea estuvo a cargo, principalmente, de los banqueros centrales y de los ministros de hacienda, con la vergonzante complicidad de las diversas fracciones (conservadores, socialdemócratas, democristianos, etc.) del partido del capital. A pesar de lo que piense nuestro crítico, la mediación estatal sigue siendo crucial e imprescindible para la dominación burguesa. En caso de que mis argumentos no le resulten persuasivos sugiero la lectura de un imprescindible texto de Ellen Meiksins Wood (Cf. Empire of Capital, Londres, Verso, 2003).

c) Acerca de la democracia. Mi crítico se encoleriza porque sostengo que no hay democracia posible al margen del estado. Tal vez no sepa que, según Marx, la democracia también es una dictadura por la cual una minoría se las arregla para explotar “pacífica y democráticamente”, con métodos constitucionales, a una mayoría. Con el advenimiento de la sociedad comunista, es decir, con la desaparición de la sociedad de clases, el fin de la explotación del hombre por el hombre y la total expansión de la democracia, el estado simplemente se extingue. Pero mientras se llega a esa condición, toda democracia, aún la socialista, se asienta sobre las estructuras del estado. Una vez que el capitalismo haya sido superado históricamente, produciéndose la famosa aufhebung de Marx, entonces será posible pensar en un nuevo tipo de organización política, aquello que en la tradición marxista denomina “el autogobierno de los productores” y que hará que, siguiendo las enseñanzas de Engels, el estado vaya a parar al museo de antigüedades, junto con la rueca de hilar y el hacha de bronce. En las fases transicionales, aún el más democrático gobierno de las mayorías populares no dejará nunca de ser una dictadura, en el sentido más profundo del término: imposición de un orden legal, económico y político que instaura un nuevo régimen social de igualdad y libertad pero, que para lograrlo, debe transitoriamente consolidar una nueva estructura de dominación capaz de someter a las clases adversarias que no van a renunciar a sus seculares privilegios conmovidas por la creatividad de la democracia. Por si nuestro crítico tuviera dudas acerca del carácter profundamente dictatorial de los capitalismos democráticos pregúntese en qué país el capitalismo, un régimen económico que consagra el despojo del productor directo, se impuso como resultado de una votación con sufragio universal; o qué elección democrática decidió que en nuestras sociedades sus habitantes fueran desarmados y las armas monopolizadas por el estado. O algo más simple: ¿en qué país “democrático” de América Latina el pueblo fue llamado a votar en un referendum sobre qué hacer con la deuda externa? Sobre este tema en particular me permito recomendar a mi crítico la lectura de Tras el Búho de Minerva. Mercado contra Democracia en el Capitalismo de Fin de Siglo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2002).

Pensar en un proyecto democratizador con prescindencia del estado es caer en un romanticismo inaceptable para cualquiera que haya pasado el período más fervoroso de la adolescencia. ¿O es que acaso nuestro crítico supone que se puede democratizar el mercado? Estas teorías la pusieron en boga los norteamericanos después de la Segunda Guerra Mundial y bien pronto cayeron en completo descrédito. ¿Piensa acaso, con Hardt y Negri, que se puede democratizar la sociedad civil, quintaesencia de la sociedad de clases? Le guste o no, el único ámbito efectivo de democratización es el estado, con todas sus limitaciones y, sobre todo, con todas las limitaciones que el modo de producción capitalista impone a cualquier proyecto democratizador. Creer, como García, que “la democracia es el gobierno de la multitud y que ésta es procedimiento absoluto” implica un profundo desconocimiento de la teoría y la historia políticas. Además, “puro procedimiento” es la fórmula preferida por la ciencia política norteamericana, heredera de la tradición elitista de Joseph Schumpeter que concebía a la democracia como un puro procedimiento. Esta era, según el economista austríaco en una afirmación que seguramente caerá bien en los oídos de mi crítico, un simple método para decidir quién habrá de gobernar, con total independencia del contenido de la decisión. Puro procedimiento, por ejemplo, que permite decidir “democráticamente” enviar a los judíos a un campo de exterminio, a las brujas a la hoguera y a los trabajadores al genocidio. No sólo se trata de una tontería reaccionaria sino que, además, escamotea intencionalmente, y esto es algo que me resulta difícil de comprender en Hardt y Negri, el hecho de que la democracia, como cualquier régimen político, es incomprensible al margen del modo de producción sobre la cual se sustenta. Por eso me perturba profundamente el silencio de Hardt y Negri sobre la revolución y la necesidad de construir una sociedad post-capitalista. Parafraseando a Hegel cuando decía que el estado era el jeroglífico de la razón, la democracia es el jeroglífico del modo de producción. Quien quiera hablar de democracia absoluta de la multitud no tiene derecho a hacerlo si primero no dice cómo se trasciende al capitalismo y se construye la sociedad comunista.

Final sobre las guerras del imperio: ¿”justas”, “humanitarias”, o de rapiña?

Quiero terminar esta ya excesivamente larga respuesta mencionando apenas un tema que mi crítico ha captado con total justeza cuando dice que “Boron no se acerca ni de lejos al concepto de ‘guerra justa’. Le parece que lo relevante es que Estados Unidos es el hegemón del mundo y que sus intervenciones no son para edificar un nuevo derecho internacional. Según Imperio las guerras justas (Irak 1990, Kosovo 1999) se hacen para ampliar el consenso de la justicia humanitaria. Verbigracia, la guerra contra Irak en 2003: los vamos a liberar anunciaba Bush hijo en su guerra contra el terrorismo” (sic). Efectivamente, García tiene razón. Ni ebrio ni dormido podría yo admitir que (i) las guerras imperialistas son “guerras justas”; (ii) que tales aventuras de saqueo y pillaje fueron lanzadas para edificar un nuevo derecho internacional o, como dicen Hardt y Negri, respondiendo a un clamor internacional para fortalecer la justicia humanitaria; (iii) que los Estados Unidos actúan por otra cosa que no sea su afán de perpetuarse como el hegemón mundial, como el jefe indiscutido de la coalición imperialista, y que esto es de lejos lo más relevante; (iv) y mucho menos podría yo creer que los Estados Unidos van a liberar a nadie, o que las masacres perpetradas en las guerras del Golfo, en Kosovo, en Bosnia y ahora en Irak fueron motivadas por el afán de construir un orden internacional más justo, libre y democrático. Discrepo profundamente tanto con Negri cuando declara que “la guerra de Irak es un golpe de estado de los Estados Unidos contra el Imperio”, lo que me parece un monumental error, como con los halcones norteamericanos que dicen que sus aventuras de rapiña imperialista son “guerras humanitarias”, concepto éste que constituye un insanable oxímoron.

Debido a que las tesis de la “guerra justa” han reaparecido con fuerza últimamente conviene aclarar algunos puntos para evitar nuevas confusiones. Tal como lo advierte Ellen Meiksins Wood en el libro arriba mencionado la tradición de la “guerra justa” se caracteriza por su extraordinaria versatilidad, que le ha permitido ser utilizada por las clases dominantes como un instrumento legitimador de toda clase de aventuras imperialistas. No obstante ello, la doctrina de la “guerra justa” tiene una serie de premisas básicas incompatibles con la ligera caracterización que nuestro crítico hace de las atrocidades sistemáticas llevadas a cabo por los representantes del “mundo libre y la civilización occidental” en las regiones periféricas. Ellas son las siguientes: (i) debe haber una causa justa; (ii) la guerra debe ser declarada por una autoridad legítima; (iii) con un propósito moral y políticamente correcto; (iv) una vez que todos los otros medios no violentos de resolución del conflicto hayan sido agotados; (v) la guerra debe tener altas probabilidades de alcanzar los fines deseados; y (vi) los medios utilizados deben guardar proporción con los fines.

Como bien lo señala esta autora, cada aventura belicista de los Estados Unidos y sus aliados fue precedida por una especiosa manipulación de las primeras cuatro condiciones de la “guerra justa”: tenemos una causa justa, la guerra fue declarada con la aprobación del Congreso, queremos el bien -llámese llevar la democracia, la libertad y los beneficios del libre mercado a pueblos atrasados y sometidos a crueles tiranías- y hemos agotado todas las instancias diplomáticas antes de hacer hablar a las armas. Este es el discurso corriente de los Bushes, Aznares y Blairs de todo el mundo. Cualquier análisis riguroso demostraría cómo estas cuatro condiciones son violadas -sutilmente violadas, es cierto- pero aún así podría decirse que se salvan las apariencias. Sin embargo, lo que es insalvable, y descalifica frontalmente el argumento de quienes pretenden justificar estas tropelías en nombre de la tradición de la “guerra justa”, es la violación que se verifica con relación a las últimas dos premisas. ¿Por qué? Primero, porque no hay “solución militar” capaz de erradicar el terrorismo de la faz de la tierra. La así llamada “guerra contra el terrorismo” es un sinsentido. Nada garantiza mejor la sobrevivencia y reproducción incesante del terrorismo que la respuesta militar. Y los hechos que acaban de acontecer en Madrid el 11 de Marzo son una prueba más de la criminal futilidad de intentar resolver los desafíos que plantea el terrorismo aplicando otro terrorismo, esta vez oficial y legal, y organizado por los estados. Como bien recuerda Gore Vidal, la guerra es el nombre que se le da al terrorismo de los ricos. Segundo, porque en el caso de las guerras imperiales de nuestro tiempo la desproporción entre los medios aplicados y los fines que se pretende alcanzar es tan descomunal que da por tierra con la doctrina. No se puede, moralmente hablando, arrasar países enteros -como Afganistán, Irak, Palestina, por ejemplo- sembrando muerte y destrucción entre millones de inocentes con el objetivo de desarticular una red de fundamentalistas islámicos que tiene sus miembros esparcidos en más de sesenta países.

Por eso lo que plantea la Casa Blanca, con la criminal complicidad de los gobiernos de España y el Reino Unido, poco y nada tiene que ver aún con la ambigua tradición de la “guerra justa”. Es, por el contrario, algo mucho peor: como dijera Richard Perle, uno de los más agresivos halcones de Washington, se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias una guerra total e infinita. Una guerra sin fin, sin claros propósitos y sin un período siquiera mínimamente acotado. Por eso rechazo el uso de la categoría de “guerra justa” que tanto entusiasma a mi crítico. Por eso dicha categoría no puede ocupar lugar alguno en el seno de una teoría marxista del imperialismo.