Por un simpático episodio ocurrido en el verano de 1952, en el lazareto de San Pablo en el Amazonas, se iene la impresión de que Ernesto, ya con veinticuatro años, jovencito emprendedor y agitado por problemas ntelectuales de todo tipo, mantuviese entonces una relación de pasiva condescendencia con el mundo de la religión. El lazareto era en efecto atendido por monjas que, no obteniendo justificaciones plausibles por parte de los dos vivaces jóvenes (Ernesto y Alberto) sobre la ausencia de ambos a la misa, reducían como castigo sus raciones de comida. En muchos diarios y textos de reflexión íntima del Che no se encuentra mucho más acerca del problema de la religión.
El vehículo de la formación religiosa en las familias de tradición católica (máxime de cultura «hispánica» o «latina») era por entonces normalmente la madre. Celia de la Serna, sin embargo, fue siempre una mujer animada por fuertes intereses intelectuales, de orientación racionalista, ciertamente ajenos al conformismo cultural del catolicismo en Argentina. Un país, por añadidura, en el que la Iglesia no tuvo una vida fácil y mucho menos en los años de la presidencia peronista.