La revolución bolchevique de octubre de 1917 partió la historia en dos. Allí se inició, y no con la primera guerra mundial, el siglo XX. El fantasma rojo que la encabezó y que se expandió a nivel mundial a partir de 1917 quitará el sueño durante décadas a varias generaciones de empresarios, financistas, banqueros, policías, militares y agentes de inteligencia a escala mundial.
Su disrupción histórica no sólo tomará por asalto el cielo de “lo posible”, corriendo varios kilómetros más allá, el límite de “la razón de Estado”, “lo que se puede o no hacer”, hasta dónde debemos llegar en nuestros sueños y reclamos. No sólo cambiará de raíz el imaginario de las clases populares, sus creencias y certidumbres, los viejos anhelos igualitarios de las grandes religiones que provenían desde milenios atrás, formulados ahora, a partir de octubre de 1917, en términos laicos y seculares, a través del aliento rugiente de “los rojos”. Al tiempo volverá palpable una realidad material: la sociedad humana se puede organizar de otra manera. Los empresarios y patrones, los banqueros y financistas, no son imprescindibles.
El latido acelerado del viejo topo de la revolución asomó su nariz en el sitio menos esperado y más atrasado, en medio de la nieve y una confrontación mundial. Cuando Lenin, su máximo inspirador y pensador, en abril de 1917 se baja del tren que lo trajo del exilio a través de Finlandia, sorprende hasta a sus viejos colegas, amigos y compañeros del comité central bolchevique (comunista). Allí, en la estación de tren pronuncia un discurso inolvidable apelando a la democracia radical: el socialismo de los soviets (asambleas populares, democráticas en serio y con cargos revocables, de integrantes de la clase obrera, el campesinado y los soldados pobres). Al mismo tiempo se publican entre 1916 y 1917 El imperialismo, fase superior del capitalismo y El Estado y la revolución. El cielo se teñirá de rojo y el corazón de los humildes, los explotados y las oprimidas comenzará a latir al ritmo de la época. No sólo en Rusia. En Occidente, la gran camarada de Lenin, Rosa Luxemburg (judía polaca que actuaba en Alemania) encabezará una insurrección donde la propia socialdemocracia prefiere ejecutarla, mientras en Italia Antonio Gramsci se lanza a la conquista de la fábrica Fiat de la mano de los consejos obreros y en Hungría György Lukács se hace cargo del ministerio de cultura de la insurrección que aspiraba a emular a los hermanos mayores bolcheviques.
Todo ese huracán libertario y emancipatorio contagiará también las rebeldías latinoamericanas, empalmándose en diversas afinidades electivas con la Revolución Mexicana, la herencia rebelde de la juventud estudiantil que encabeza la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918 expandida por todo el continente, al mismo tiempo que se fusiona con el discurso modernista heredero de José Martí que impregna con su antiimperialismo cultural el análisis leninista del imperialismo económico, político y militar.
En la carta de Emiliano Zapata dirigida a Jenaro Amezcua (publicada en mayo de 1918 en El Mundo de La Habana), en el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de Córdoba (redactado en junio de 1918 por Deodoro Roca), en las conferencias de José Ingenieros del libro Los tiempos Nuevos (y en toda la obra de su discípulo argentino Aníbal Norberto Ponce), en los escritos del peruano universal José Carlos Mariátegui y su admiración por Lenin, compartida por los encendidos textos del cubano Julio Antonio Mella, pasando por los materiales que prepararon la insurrección político militar de Farabundo Martí en El Salvador, la resistencia antimperialista de Sandino en Nicaragua, la insurrección de Luis Carlos Prestes en Brasil, así como en los textos y panfletos obreros de Luis Emilio Recabarren, el perfume de los libros de Lenin y el seductor fantasma rojo de los soviets bolcheviques se hace presente una y otra vez. Las victorias del imparable ejército rojo sobre los genocidas nazis durante la segunda guerra mundial universalizarán ese impulso, que se encarnará con el romántico asalto al cuartel Moncada de Fidel Castro y sus compañeros en 1953. El marxismo heroico de los años 20, renacerá de la mano de la insurgencia revolucionaria de los 60 y 70. Lenin será leído entonces a la luz de los textos eruditos del Che Guevara, las sotanas insubordinadas de Camilo Torres y la oratoria encantadora y rebelde de Fidel.
Algunos políticos famosos de Nuestra América apelarán incluso a la “amenaza roja” para negociar con sus burguesías locales e incluso con las empresas, embajadas y aparatos de represión político militares del imperialismo gringo (yanqui). O se accedía a ciertos requerimientos mínimos del pueblo latinoamericano o….. “los rojos se comerán todo”. Ya Lenin había amenazado a todos los ricos del mundo, desde un país donde la temperatura bajaba varios grados por debajo del cero y el invierno prometía montañas de nieve, sencillamente que… “les vamos a sacar hasta las botas”. Esa amenaza sirvió en Nuestra América no sólo para inspirar revolucionarios y generar infinitas rebeldías insurgentes, rurales y urbanas, blancas, mestizas y originarias. También jugó su papel en las negociaciones de los sectores “lúcidos”, reformistas y keynesianos de las burguesías criollas para obtener reformas mínimas y estados de bienestar periféricos y dependientes. Las revoluciones de México, Bolivia, Cuba, fueron sucedidas luego por las de Granada, Nicaragua, la larga insurgencia de Colombia y la coordinación continental de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), cuyo ejemplo rebelde contagió hasta la comunidad afrodescendiente de EEUU y sus Panteras Negras.
La estrella bolchevique se fusionó entonces con la gesta heroica del Che (gran estudioso y admirador de Lenin), la insolencia de Fidel Castro a pocos kilómetros del gigante de la tierra y el florecer de insurgencias a escala continental. Los movimientos sociales actuales y los gobiernos progresistas que emergieron de ellos (de Cuba a Nicaragua, de Bolivia a Venezuela bolivariana) prolongan entonces la rebeldía bolchevique de los años 20 y la multiplicación que Lenin alcanzó gracias a su gran admirador local, el Che Guevara. “Lenin y su ejemplo consiguieron muchas más reformas que todos los reformistas juntos”, afirmó un ensayista y no dejaba de tener razón. La burocratización de aquella revolución maravillosa, donde las vanguardias estéticas coexistían con la liberación de la mujer y los intentos de construir una nueva comunidad, en lo social, en lo pedagógico y en la cotidianeidad, no opacará el mensaje rebelde de esos “locos llenos de esperanza” que asaltaron el palacio de invierno tomando al cielo por asalto en forma desprevenida. Cien años después, desapareció el estado soviético, la burocracia rusa se comió el esfuerzo de varias generaciones de abnegados y humildes luchadores, pero el sueño y el corazón rebelde de Lenin y sus colegas no ha desaparecido. Como la estrella del Che que quisieron apagar hace 50 años en Bolivia asesinándolo a sangre fría, como la reflexión de Gramsci que culminó hace 80 años encerrada en una cárcel y como El Capital de Marx (el abuelo de todos ellos), libro embrujado que salió de imprenta hace 150 años, la revolución bolchevique sembró una semilla en Nuestra América que comenzará a germinar sus mejores frutos, más fuertes y radicales que los que hasta ahora hemos conocido, recién en los próximos años y décadas del siglo XXI.