Durante decenas de siglos las diferencias en el nivel de vida de las distintas comarcas del mundo civilizado fueron comparativamente pequeñas. Existían aquellas, por cierto, pero el incremento de la población, que la falta de medios de producción adecuados no permitía enfrentar con incrementos iguales o mayores en la producción, mantenía una mediocre igualdad entre la mayor parte de los habitantes de las distintas regiones.
Había, eso si, desniveles abismales entre el bienestar de unos muy pocos privilegiados y la zaparrastrosa miseria de la gran mayoría. Pero hace unos trescientos anos este cuadro comenzó a cambiar, de modo lento al principio, vertiginosamente después.
Algunos contados países acusaron un aumento paulatino de población y también de capacidad productiva. Ellos devinieron entonces -combatiéndose entre si y sucediéndose en el centro hegemónico las potencias directoras del mundo, las mas prósperas y las más poderosas. Hablamos de Inglaterra, de Francia, de Alemania y de Estados Unidos. Su progreso fue producto del capitalismo industrial, esto es, de la ordenación de toda la sociedad en torno a los intereses de la burguesía creadora de ese poder mayor que todas las coronas juntas: la industria moderna.