Año mil novecientos treinta y nueve. España. Termina el mes de marzo y con él las últimas batallas. El fascismo íbero del General Franco, de los frailes, latifundistas y corporaciones, derrota militarmente a los republicanos. A paso marcial, el caudillo entra en Madrid, en aquella ciudad que había presumido tomar en semanas, y que le llevó tres años quebrantar en sus defensas.
En medio de la desbandada republicana y el ingreso de la tropa franquista, unos últimos grupos comunistas resisten allí con las armas bien aferradas, atrincherados en edificios o peleando en las calles en insostenible inferioridad numérica: son aquellos que deciden seguir hasta el final. Saben, quizás, que entre una rendición ante ese vencedor impune, y una certera muerte en un combate imposible, la segunda puede ser mejor opción. El Papa Pío XII saluda públicamente el triunfo de la España Católica, esa que al fin se abría paso entre medio millón de muertos, y que se apresuraba en lograr una cifra mayor aun de presos políticos. La Guerra Civil Española había llegado a su fin.
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Los testimonios de la época cuentan que en abril del 39, las calles de Sevilla crecían en gente que, yendo y viniendo, intentaba mezclarse entre la multitud para poder abandonar clandestinamente la ciudad y luego el país. Entre todos los que transitaban por esa terrible escena, deambulaba Miguel, un ex soldado republicano. Buscaba a un escritor amigo que vivía en la ciudad, pero no logró encontrarlo: su contacto se hallaba entre los que ya habían partido de la zona. Este soldado perdido entre la gente es el mismo que dos años antes, y frente a un auditorio lleno de intelectuales antifascistas provenientes de los más distantes territorios, había sido aclamado y distinguido como poeta de la guerra. Ese soldado que ahora camina sin rumbo es quien con una escasa instrucción formal había sido laureado nacional e internacionalmente por su poesía combativa, no exenta de vuelo lírico. Un soldado-poeta; uno que había sido antes un pastor-poeta, un campesino-poeta, y que camina ahora buscando confundirse ante los ojos de un enemigo que controla la zona, y que de hallarlo, no le tendrá piedad. Allí va ese soldado que, peligrosamente, no puede ocultar su pertenencia al pueblo que lo engendró, y lo demuestra con su voz y su mirada transparente, su piel curtida y requemada, su atuendo rústico, su equipaje inexistente. Con dificultad, ese soldado pasa el cerco. Ese soldado, se halla ahora en Huelva, dentro de Sevilla pero fuera de la ciudad, al fin, y más cerca ya de la frontera con Portugal. Allí, Miguel Hernández, el poeta, el soldado, el militante comunista, escribe una carta a su amada proyectando algunas condiciones para la huida de ella y de su hijo, y para reunirse una vez traspasada la frontera en Portugal. Con letra apretada, Miguel le dice a su esposa ponte fuerte y valiente para el viaje.
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Es fines de abril. Pareciera que todo puede marchar con arreglo a lo planificado, o bien desmoronarse en cualquier momento. La salida está cerca, eso resuena en la geografía: Rosal de la Frontera se llama el sencillo pueblo español. Allí cerca, el sur de Portugal; y desde allí, un eventual viaje hasta Lisboa, el posible asilo político, quizás, en la embajada chilena.
En este tramo del relato los testimonios se hacen más difusos, y la falta de coincidencia de los biógrafos nos hace optar por alguna versión. Cotejando una de las primeras biografías serias sobre Hernández, la de la escritora Concha Zardoya, con la correspondencia que se conserva de la época, se puede afirmar la veracidad sobre algunos de los siguientes acontecimientos y reponer, entre dudas, los restantes. Pues bien: el poeta se halla a punto de cruzar la frontera clandestinamente. Se encuentra escaso de dinero, casi sin nada. Sabe que una vez en Portugal, lo necesitará para poder llegar a destino. Decide vender, entonces, su única muda de ropa y quedarse con lo puesto, sin más. Va a deshacerse de su traje azul: su traje azul que lo acompañó en tantas arengas; su traje azul fácilmente asociable a las milicias obreras; su traje azul que puede ahora significar un tribunal fusilador. Un portugués, cuya existencia en esta historia no es unánimemente aceptada, entra en contacto con ese joven algo aceitunado que está vendiendo sus ropas. Intentan llegar a un arreglo. Quizás el vendedor desea sacar por el traje algo que éste no vale. Hasta es verosímil el que hayan discutido en un escarceo estéril, hasta llegar a un precio aceptado por ambos. Miguel vende su traje, y está ya más cerca de lograr la salida. Y sale.
Miguel se halla en Portugal; ha logrado atravesar el paso fronterizo sin que fuese advertida su identidad. Antes de alejarse definitivamente de la zona limítrofe, una patrulla de policías portugueses lo detiene. El poeta sabía que debía cuidarse de la policía portuguesa; Salazar, el dictador local, podía parecerse demasiado a Franco. Los guardias lo demoran y piden verificar sus inexistentes documentos. Ocurre que un ciudadano, portugués también, había denunciado poco antes a las autoridades vecinas que un miliciano estaba a punto de cruzar desde España hacia Portugal; para más pruebas en favor de su testimonio, y para eliminar vestigios de dudas, el denunciante alegó con énfasis que el susodicho le acababa de vender hacía instantes un traje azul, seguramente de combatiente republicano.
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Es más conocido y documentado este último tramo de la historia: traslado del detenido desde Portugal hacia España, donde ya nuevamente en Rosal de la Frontera, la benemérita Guardia Civil Española lo recibe con golpes y torturas al identificarlo: al cabo de unas horas, logran que un hombre que había entrado sano y fuerte, se halle tendido escupiendo y orinando sangre. Luego, más de lo mismo. Traslados por distintos penales; hambre, enfermedades, prohibición de ver a su mujer e hijo. Un juicio despiadado, con penas espantosas y procedimientos legales ridículos: se acusa a Miguel Hernández de poseer antecedentes izquierdistas, hacerse pasar por poeta de la revolución, y haber participado, en efecto, en acciones armadas. Se lo condena a muerte, sanción mantenida en suspenso durante meses, y luego de una torturante espera sobreviene la conmutación de esa pena por una extensa prisión. Siguen las peripecias: la tuberculosis inoculada por la cárcel y su frío y hambre. La enfermedad sin medicina ni alimento. Mientras, sus cartas, sus poemas del presidio.
Miguel Hernández muere el 28 de marzo de 1942 a los treinta y un años. Exactamente tres años antes, también tocaba perder: el fascismo ganaba la guerra. En este caso, el régimen del general Franco terminaba con los días de otro poeta. Con una mano un poco más sigilosa que aquellas de la escuadra falangista que había ejecutado a Federico García Lorca, también esta vez el poder se deshacía de un enemigo de la España propietaria, de un enemigo de esa España que se proclamaba grande, una y libre según el decir de los vencedores.
Aquí termina el relato; y aquí se imponen algunas preguntas. Preguntas sobre lo relatado y también acerca de otros fenómenos accesorios a la secuencia de lo que se cuenta, pero quizás preguntas vitales. Vale entonces hacerse algunos planteos sobre el destino de ese combatiente que se encuentra algo aislado al momento de la derrota; preguntas sobre su devenir que busca lograr una salida para él y los suyos. Es lícito imaginarse que ese poeta-soldado que se enroló voluntariamente en el Quinto Regimiento y fue Comisario Político, pero antes cavador de trincheras, traía inscrito un destino trágico, elevado: de triunfo, o muerte. Pero cabe también plantearse que ese héroe trágico que fue Miguel Hernández era a la vez, y no es menos cierto, un luchador que quería la vida; y vivirla. Por ejemplo, reunirse con su familia, y seguir el combate bajo el cielo que le tocase en suerte. Cabe pensar si ese destino que tan simétrico aparece, el del poeta martirizado por el fascismo con una provocada muerte temprana en la cárcel, no es sólo uno posible en esta historia. Cabe pensar en lo fortuito, también, representado en las cien o mil encrucijadas que Miguel atravesó durante toda la guerra. Y es inevitable en este punto preguntarse por el episodio del portugués que lo delató. Y preguntarse qué habría pasado si tal episodio no hubiese ocurrido; o preguntarse qué fue lo que ocurrió con ese sujeto anónimo, que la historia y la correspondencia del propio Miguel absorben tan sólo como un portugués, así, sin epítetos siquiera. Qué ocurre con ese personaje irrelevante, casi inexistente, que de pronto acciona determinando, en parte, el transcurso de toda una historia tan ajena y que lo excede tanto. No deja de ser asombroso, pero puede pensarse qué llevó a ese ser minúsculo, nominado nada más que por una cualidad accesoria y general, ser portugués, a incidir en el hundimiento en las mazmorras de otro congénere de su misma clase social. Es un hecho: por un momento, las luces de esta historia apuntaron hacia el traidor. Hacia ese traidor que, sin embargo, se desdibuja pronto entre la bruma, siendo casi una representación del traidor universal, anónimo, sin nombre, que hubiese querido tenerlo y ser él protagonista: de esta historia o de alguna, al menos. Quizás el portugués, ese día cenó regocijado de sí, en una mesa rústica, satisfecho por su papel decisivo en todo esto, y por la compra a bajo precio de un gastado traje azul. Quizás bebió vino, algo más que otros días; durmió mondo. No cuesta imaginarlo algo sorprendido, sin embargo, al enterarse (si tal cosa ocurrió) de la magnitud escalofriante de su estúpida delación, que redundó en la innecesaria muerte de otro ser humano, y nos privó a todos de una de las plumas más reconocidas del siglo. O quizás nada de esto pensó ni le ocurrió a ese portugués.
Quizás sólo lo cierto es que la voz en esta historia fue, y seguirá siendo, la del poeta; haya estado dentro o fuera del presidio, haya podido evadir o no el cerco: la misma es y hubiera sido su grandeza; eso nunca estuvo cuestionado por estas finales circunstancias. Y también será importante su voz, y no otra, para la historia. Y al fin y al cabo, aunque no deje de perturbarnos su presencia, el portugués, el traidor… no; ese no cuenta. En la historia, el traidor no tiene nombre.